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«LLAMADOS A SER BIENAVENTURADOS, FELICES, DICHOSOS»

IV Domingo de Tiempo Ordinario

29 de enero de 2023 (Oficina de Prensa).- Hoy, IV Domingo del Tiempo Ordinario, nuestro Arzobispo Metropolitano, Monseñor José Antonio Eguren Anselmi S.C.V., ha preparado una homilía en la que reflexiona acerca de la importancia de las Bienaventuransas en nuestra vida cristiana: «Las Bienaventuranzas son el mejor resumen del Evangelio, de manera que podemos afirmar que, quien las comprende y se propone vivirlas, ha entendido y puede hacer realidad en su vida todo el Evangelio».

A continuación, les ofrecemos la homilía completa de nuestro Arzobispo: 

“Llamados a ser bienaventurados, felices, dichosos”

IV Domingo de Tiempo Ordinario

Nuestro Evangelio dominical, recoge el pasaje, por todos conocidos, de las Bienaventuranzas del Reino según el evangelista San Mateo (ver Mt 5, 1-12). Podríamos decir que, las “Bienaventuranzas” están en el centro de la predicación de Jesús, y que ellas condensan y precisan la esencia de la enseñanza del Señor en toda su novedad y radicalidad, enseñanza que está orientada a la posesión del Reino de los Cielos. 

Las Bienaventuranzas son el mejor resumen del Evangelio, de manera que podemos afirmar que, quien las comprende y se propone vivirlas, ha entendido y puede hacer realidad en su vida todo el Evangelio. San Mateo sitúa la solemne proclamación de las Bienaventuranzas, como el proemio o introducción de todo el Sermón de la Montaña del Señor Jesús (ver Mt 5, 1 – 7, 28): “Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: Bienaventurados…” (Mt 5, 1-2). 

La fuerza de las Bienaventuranzas está en la primera palabra que antecede a cada una de ellas: “Bienaventurados”, “Dichosos”, “Felices”. La felicidad es el anhelo de todo hombre, anhelo que anida en lo profundo de su corazón. Nadie quiere ser infeliz, desdichado o desventurado en la vida, sino todo lo contario. El problema radica, en cómo alcanzar la felicidad.

El anhelo o deseo de felicidad que tiene todo ser humano en su corazón no se sacia con los bienes perecederos del mundo, que como comienzan terminan, sino con la posesión del Bien infinito, es decir, con la posesión de Dios. El hombre ha sido creado por Dios para vivir la comunión plena de amor con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en unión con sus hermanos humanos y con la creación toda. Por ser una creatura de naturaleza espiritual, el hombre busca a Dios y quiere unirse a Él. En su realidad más profunda siente una “sed de Dios” que es constitutiva de su ser, la cual buscará calmar en el encuentro y la comunión con el Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo.[1] 

Por ello San Agustín, quien vivió una búsqueda afanosa y esforzada de la felicidad, cuando encuentra el camino que conduce a ella, escribe bellamente en el libro de sus Confesiones: “Nos creaste Señor para Ti, y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en Ti”.[2] 

Ningún bien creado es capaz de darle al corazón humano su plena felicidad, a lo más lo saciará en parte, pero siempre de manera insuficiente e imperfecta, y el corazón humano, creado por el Señor y para el Señor, seguirá insatisfecho y descontento.

En cambio, Dios, Bien supremo e infinito, es el Único que puede darle pleno descanso, y total satisfacción al corazón humano. Por ello, Santo Tomás de Aquino sentenciará: “Sólo Dios sacia”.[3] 

Las Bienaventuranzas que el Señor Jesús nos propone hoy como programa de vida, son el camino para encontrar a Dios-Amor, y lograr la posesión del Bien infinito que es Él, y que ansía nuestro corazón. Por otro lado, las Bienaventuranzas nos muestran el claro contraste existente entre los falsos criterios o antivalores que gobiernan el mundo, y los criterios de verdad o auténticos valores del Evangelio, los cuales deben ser los que rijan nuestra vida, a saber: La pobreza de espíritu, la mansedumbre de corazón, la capacidad de sufrir y llorar con  paciencia y esperanza en esta vida, el tener hambre y sed de la justicia, el ser misericordiosos, el ser puros de corazón, artesanos de paz, y el estar dispuestos a ser perseguidos por causa de la justicia, y ser injuriados, calumniados, y perseguidos por Cristo y por la Iglesia (ver Mt 5, 3-12).           

A cada Bienaventuranza le corresponde una recompensa: Gozar del Reino de los Cielos, poseer en herencia la tierra, ser consolado, ser saciado, alcanzar misericordia, contemplar a Dios, ser llamados hijo de Dios, y recibir una gran recompensa en el Cielo por nuestra fidelidad al Señor al haber sufrido persecución por causa de su Nombre. Cada una de estas expresiones que usa Jesús, se refieren en el fondo a la Bienaventuranza eterna a la cual Dios llama al hombre: “Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Esta vocación se dirige a cada uno personalmente, pero también al conjunto de la Iglesia, pueblo nuevo de los que han acogido la promesa y viven de ella en la fe”.[4]

Pero a pesar de la enseñanza tan clara del Señor Jesús de cómo ser feliz y alcanzar la Bienaventuranza eterna, hoy lamentablemente vemos a mucha gente infeliz. Gente que aparentemente lo tiene todo y en verdad no tiene nada, y que, además, continuamente se quejan de su insatisfacción. El drama de estas personas radica en que buscan equivocadamente la felicidad en los sucedáneos o sustitutos del mundo, como el dinero, el poder, la fama y el placer impuro, que como hemos señalado, son incapaces de colmar el hambre o nostalgia de Dios que tiene el corazón humano.   

Es lo que afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, citando a San John Henry Cardenal Newman: “El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje instintivo la multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad […] Todo esto se debe a la convicción […] de que con la riqueza se puede todo. La riqueza, por tanto, es uno de los ídolos de nuestros días, y la notoriedad es otro […] La notoriedad, el hecho de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse una fama de prensa), ha llegado a ser considerada como un bien en sí mismo, un bien soberano, un objeto de verdadera veneración” (John Henry Cardenal Newman, Discourses addresed to Mixed Congregación, 5 [Saintliness the Standard of Christian Principle]).[5] 

“El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino de los Cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante los actos de cada día, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios (ver la Parábola del Sembrador: Mt 13, 3-23)”.[6] 

Que María Santísima, la Mujer del corazón puro y lleno de amor a Dios y a los demás; la Mujer fuerte y fiel en el dolor, tanto en la prueba cotidiana como al pie de la Cruz; la Mujer que ahora ve colmada en el Cielo su alegría por la invicta esperanza que siempre tuvo durante su terreno peregrinar, y que con razón llamamos “La Bienaventurada”, nos alcance la gracia de ser bienaventurados, felices y dichosos, según el programa de vida de su Divino Hijo. Amén.   

San Miguel de Piura, 29 de enero de 2023
IV Domingo del Tiempo Ordinario

[1] Ver Catecismo PIUCAT de la Arquidiócesis Metropolitana de Piura, nn. 183-184.

[2] San Agustín, Confesiones, 1,1,1.

[3] Santo Tomás de Aquino, In Symbolum Apostolorum scilicet «Credo in Deum» expositio, c. 15.

[4] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1719.

[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1723.

[6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1724.

Puede descargar el PDF de esta Homilía de nuestro Pastor AQUÍ

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