Homilías Dominicales

HOMILÍA DEL ARZOBISPO METROPOLITANO EN EL II DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO 2023

“Jesús, es el Cordero y el Hijo de Dios”

Domingo II del Tiempo Ordinario

Concluido el tiempo de Navidad, hemos dado inicio al tiempo litúrgico llamado “Ordinario”. Hoy celebramos su 2° Domingo, y concluirá con el Domingo 34°, Solemnidad de Cristo Rey del Universo. El “Tiempo Ordinario” se interrumpe con el “Tiempo de Cuaresma”, que comienza con la celebración del “Miércoles de Ceniza”, que este año será el 22 de febrero, para reanudarse el lunes 29 de mayo, después de la gran fiesta de Pentecostés.  

Si bien el nombre de “Tiempo Ordinario” parece ser no muy feliz, este tiempo litúrgico tiene su gracia particular, ya que presenta valores cristianos muy importantes. Entre ellos encontramos los siguientes: Nos ayuda a ir comprendiendo y viviendo el misterio del Señor Jesús en su totalidad; nos ayuda a dar crecimiento y maduración a los misterios de vida que hemos celebrado en la Navidad y en la Pascua; pone en evidencia la primacía e importancia del Domingo como Día del Señor; y nos hace descubrir la riqueza de la Palabra de Dios, así como la gracia de la vida ordinaria o cotidiana como tiempo de salvación y de santificación.

El Evangelio que la Liturgia de la Iglesia nos propone hoy para nuestra meditación, esta tomado de la Buena Nueva según San Juan (ver Jn 1, 29-34). En él, San Juan el Bautista hace dos revelaciones trascendentales sobre la persona de Jesús: Es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, y es el Hijo de Dios. Veamos.  

El relato evangélico comienza con estas palabras de San Juan el Bautista: “Al día siguiente ve a Jesús venir hacia él y dice: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo»” (Jn 1, 29). Nosotros, estamos acostumbrados a estas palabras del Bautista, que incluso la Liturgia de la Iglesia ha incorporado en la Santa Misa cuando momentos antes de la comunión sacramental, el sacerdote las proclama sosteniendo y mostrando la Hostia Santa a la asamblea. Pero para quienes las escucharon decir por San Juan el Bautista en aquel momento, debieron ser enigmáticas y oscuras. Se habrán preguntado: ¿Por qué lo llama cordero? Será recién en el momento de la crucifixión y muerte del Señor Jesús, donde estas palabras proféticas adquirirán toda su significación y trascendencia.

Según el Evangelio de San Juan, Jesús murió en la cruz la víspera de la fiesta de la Pascua judía, a la misma hora en que eran sacrificados en el templo los corderos pascuales, sin que se les quebrara o rompiera ningún hueso (ver Ex 12, 46). Es lo mismo que nos relata el evangelista San Juan cuando escribe, que después de quebrarle las piernas a los dos ladrones que habían sido crucificados con el Señor, uno a cada lado, “al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua” (Jn 19, 33-34). De esta manera se comprende que la muerte del Señor en la cruz fue el sacrificio expiatorio que nos alcanzó el pleno y total perdón de nuestros pecados, y la perfecta reconciliación con Dios, con nosotros mismos, con nuestros hermanos humanos, y con la creación. ¡Jesús, es el verdadero Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!

Pero como les había adelantado, en nuestro Evangelio dominical hay una segunda afirmación del Bautista sobre Cristo: “Doy testimonio de que Éste es el Elegido, el Hijo de Dios” (Jn 1, 34). Ésta es una nueva y asombrosa revelación que San Juan el Bautista hace sobre el Señor Jesús. Nada menos que revelarlo como el Hijo de Dios. En efecto, cada vez que pueda, Jesús se dirigirá a Dios como “su Padre”, porque “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10, 30), y al final de su vida, se abandonara en las manos de Dios con estas enternecedoras palabras llenas de filial confianza: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu» y, dicho esto, expiró” (Lc 23, 46). Precisamente por llamar a Dios “su Padre”, es que los judíos buscaban acabar con Él: “Por eso los judíos trataban con mayor empeño de matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios” (Jn 5, 18).

Cada Domingo y fiesta de guardar, cuando profesamos nuestra fe, decimos solemnemente: “Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre”.[1]

“El nombre de Hijo de Dios significa la relación única y eterna de Jesucristo con Dios su Padre: Él es el Hijo único del Padre (ver Jn 1, 14. 18; 3, 16. 18) y Él mismo es Dios (ver Jn 1, 1). Para ser cristiano es necesario creer que Jesucristo es el Hijo de Dios (ver Hch 8, 37; 1 Jn 2, 23)”.[2]

Si Cristo no fuera Dios, no estaríamos salvados, porque sólo Dios puede salvarnos; no conoceríamos plenamente a Dios como tal, es decir, como Uno y Trino, porque, “a Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha contado” (Jn 1, 18); y no podríamos conocernos a nosotros mismos, “porque el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado…Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”.[3]

Como nos exhorta el Papa Francisco en relación a nuestro Evangelio dominical: “Aprendamos de Juan el Bautista a no dar por sentado que ya conocemos a Jesús, que ya lo conocemos todo de Él (Jn 1, 31). No es así. Detengámonos en el Evangelio, quizás incluso contemplando un icono de Cristo, un “Rostro Santo”. Contemplemos con los ojos y más aún con el corazón; y dejémonos instruir por el Espíritu Santo, que dentro de nosotros nos dice: ¡Es Él! Es el Hijo de Dios hecho cordero, inmolado por amor. Él, sólo Él ha cargado, sólo Él ha sufrido, sólo Él ha expiado el pecado de cada uno de nosotros, el pecado del mundo, y también mis pecados. Todos ellos. Los cargó todos sobre sí mismo y los quitó de nosotros, para que finalmente fuéramos libres, no más esclavos del mal. Sí, todavía somos pobres pecadores, pero no esclavos, no, no somos esclavos: ¡somos hijos, hijos de Dios!”.[4]

San Miguel de Piura, 15 de enero de 2023
II Domingo del Tiempo Ordinario

[1] Credo Niceno Constantinopolitano.

[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 454.

[3] Constitución Pastoral, Gaudium et spes, n. 22.

[4] S.S. Francisco, Angelus, 19-I-2020.

Puede descargar el PDF de esta Homilía de nuestro Pastor AQUÍ

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