Domingo XXVII del Tiempo Ordinario
02 de octubre de 2022 (Oficina de Prensa).- Hoy, la Iglesia celebra el XXVII Domingo del Tiempo Ordinario. Nuestro Arzobispo Metropolitano, Monseñor José Antonio Eguren Anselmi S.C.V., ha preparado una homilía centrada especialmente en el mensaje del Evangelio de este día, donde nos recuerda que: “Cuando vivimos conforme a la fe, no hemos hecho nada más que vivir conforme a un don recibido de Dios para nuestra felicidad y salvación eterna».
A continuación, compartimos la Homilía completa de nuestro Pastor:
“Señor, auméntanos la fe»
A diferencia de los domingos anteriores, nuestro Evangelio Dominical de hoy es breve (ver Lc 17, 5-10). En él se recoge un concisa pero esencial súplica de los Apóstoles a Jesús: “Señor, auméntanos la fe” (Lc 17, 5). Una primera pregunta que podemos hacernos es, ¿con qué frecuencia rezamos esta invocación al Señor a lo largo del día o de la semana? Porque la fe, virtud teologal, es un don que no sólo hay que cuidar sino también acrecentar.
La respuesta de Jesús a este pedido, pone en evidencia la pobreza de la fe de los Apóstoles, así como la nuestra: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, habrías dicho a este sicómoro: Arráncate y plántate en el mar, y os habría obedecido” (Lc 17, 6). La sentencia del Señor Jesús es extremadamente dura si consideramos que la semilla de mostaza es la más pequeña de todas las semillas que existen (ver Mt 13, 32). Es decir, nuestra fe no alcanza ni siquiera esa medida.
La súplica de los Apóstoles, nos revela varias cosas. En primer lugar, como decíamos, que la fe es un don divino, y que por la tanto hay que pedirlo constantemente en nuestra oración. Asimismo, que Jesús nos la puede dar y aumentar, porque Él es el “Señor”. Ése es precisamente el título que usan los Apóstoles al dirigirle su pedido a Jesús (ver Lc 17,5). Igualmente que, aunque podamos decir que tenemos fe, ésta siempre puede aumentar o decrecer, de ahí la necesidad de pedirla siempre en nuestra oración, y de cultivarla.
Finalmente, que a través de la fe podemos participar del mismo poder de Dios. Jesús no usó una mera imagen retórica. Si realmente tuviéramos fe, en verdad el sicómoro o higuera, nos obedecería y se trasplantaría en el mar. La vida de los santos, los milagros y prodigios que han obrado, y que exceden cualquier posibilidad de alcanzarse con el simple esfuerzo humano, por más extraordinario que éste sea, así lo demuestran.
¿Por qué es importante pedirle de continuo al Señor que nos aumente la fe? Porque como hemos dicho, “la fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él”.[1] La fe sobrenatural consiste en creer en todo lo que Dios nos ha revelado. Se trata de verdades acerca del misterio Divino y del hombre, que no son alcanzables por las solas fuerzas de la razón natural, y que, por tanto, nos han sido dadas como un don. Gracias al don de la fe podemos abandonarnos con confianza en las manos de Dios y fundamentar nuestra vida en su Palabra.
De otro lado, la fe incide en todas las dimensiones de nuestra vida. Por eso afirmamos que ella ilumina la mente, transforma el corazón y se vuelca decidida en la acción. De esta manera es correcto hablar de una fe en la mente, de una fe en el corazón, y de una fe en la acción. Veamos.
Como nos lo recuerda la Sagrada Escritura, hay que amar a Dios con toda nuestra mente (ver Mt 22, 37).
Ello supone aprehender, asimilar, conocer, la Verdad divina e interiorizarla, pues sólo se ama lo que se conoce. Por la fe en la mente vamos conociendo y reconociendo cada vez más intensamente a Jesús como, “el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Por la fe en la mente, vamos progresivamente asumiendo la forma de pensar de Jesús, sus criterios, que son la Verdad. Vamos mirando nuestro propio ser y la realidad toda, con los ojos del Señor. De esta manera, las ilusiones, las seducciones, y las mentiras caen, y la Verdad se hace paso en nuestra vida haciéndonos libres (ver Jn 8, 32). La fe en la mente nos pide cooperar con la gracia de Dios, poniendo todos los medios a nuestro alcance, para profundizar en las verdades de fe, ahondando en la Sagrada Escritura y en la Tradición. En este esfuerzo debemos tener también una escucha atenta del Magisterio de la Iglesia, cuya enseñanza brota del único depósito de la fe.[2]
Pero la fe que se acoge en la mente, debemos también amarla y celebrarla, esto último sobre todo en la liturgia. Es decir, debemos llevarla al corazón. Por la fe del corazón nos vamos adhiriendo a la persona viva de Jesús, dándole al Señor todo nuestro corazón, todo nuestro amor: “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero” (Jn 21, 17).
Finalmente, está la fe en la acción. El don de la fe que acogemos en nuestra mente, y que amamos intensamente en nuestro corazón, no puede permanecer sin fruto. La fe sin obras, la fe que no se hace acción, es una fe muerta, como bien señala el apóstol Santiago (ver Stgo 2, 17).
La fe en la acción se expresa, sobre todo, en el servicio evangelizador, es decir, en el anuncio del Evangelio a los demás, con nuestra palabra valiente y con el testimonio de nuestra vida cristiana. El creyente auténtico, siente como una exigencia imperativa el compartir el don de la propia fe con los demás, tanto con los que no conocen aún a Cristo, como con aquellos que habiéndole conocido le han olvidado. San Pablo expresa bellamente la fe en la acción cuando nos dice: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe, Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Cor 9, 16). La fe en la acción, también se expresa en el servicio solidario, fraterno y caritativo con los hermanos, particularmente con los más pobres y necesitados.
Ciertamente Santa María, Madre de Dios y nuestra, es la creyente por excelencia. Ella es la mujer fuerte de la fe. Fue la fortaleza de su fe (ver 1 Cor 16, 13), la que la mantuvo de pie junto a la cruz de su Hijo (ver Jn 19, 25). Ella vivió a plenitud la fe en sus tres dimensiones: Nadie como ella ha vivido la fe en la mente, acogiendo la Palabra del Señor, y creyendo en su designio divino de salvación. Ella es precisamente bienaventurada por haber creído (ver Lc 1, 45). Su fe no sólo es generosa sino también reflexiva. Nadie como Ella ha vivido la fe en el corazón, amando con todo su ser a Dios Uno y Trino, y a nosotros, que somos también sus hijos, hijos de su gran fe. Toda su vida estuvo centrada en el Amor. Finalmente, nadie como Ella ha vivido la fe en la acción, dándonos a Jesús, y llevándonos siempre plenamente a Él. Su sola presencia maternal, nos ayuda a creer en Jesús y a creerle a Jesús.
Desde la Anunciación-Encarnación (ver Lc 1, 26-38), María es un ejemplo de pronta y fiel disponibilidad para el servicio evangelizador y solidario. En el Evangelio, siempre la veremos impulsada a la acción rápida y decidida, siempre atenta a las necesidades del prójimo, dispuesta a servir e interceder por los demás, así en su visita a su anciana prima Isabel, como en las Bodas de Caná (ver Lc 1, 39-55; Jn 2, 1-12). Por eso, nadie mejor que Santa María es capaz de educarnos, de manera integral, en la fe.
Queridos hermanos: Cuando vivimos conforme a la fe, no hemos hecho nada más que vivir conforme a un don recibido de Dios para nuestra felicidad y salvación eterna. Por eso Jesús concluye nuestro Evangelio dominical con esta pregunta y enseñanza: “¿Acaso (el señor) tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado? (Lc 17, 9). Más bien nosotros debemos ser los agradecidos, y descubrir que, al acoger el don de la fe, en el fondo no hemos hecho nada más que cumplir con un deber, y por tanto decirle al Señor con profunda gratitud y humildad: “Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que debíamos de hacer” (Lc 17, 10).
San Miguel de Piura, 02 de octubre de 2022
Domingo XXVII del Tiempo Ordinario
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 153.
[2] Ver Constitución Dogmática Dei Verbum, n. 10.
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