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“LA AVENTURA MÁS BELLA DE LA VIDA: ARRAIGAR LA VIDA EN CRISTO”

Segundo día de Catequesis de Arzobispo de Piura y Tumbes en la JMJ – 2011

 18 de agosto (Oficina de prensa).- En el segundo día de Catequesis en la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid, Monseñor José Antonio Eguren, S.C.V., Arzobispo Metropolitano de Piura afirmó que “arraigarse en Cristo, descubrirlo a Él, es la aventura más bella de toda nuestra vida”.

Ante cientos de jóvenes congregados en la Parroquia Nuestra Señora del Carmen de la capital española, nuestro Arzobispo señaló que el que quiere arraigarse en Cristo debe “desear intensamente ser santo, consciente de que no hay mayor tristeza que la de no serlo, y que no hay mayor irresponsabilidad para los tiempos que nos han tocado vivir, que no aspirar seriamente a la santidad, porque sólo de los santos proviene la verdadera revolución. Sólo ellos cambiarán decisivamente el mundo.”

A continuación presentamos el texto completo de la segunda Catequesis de Monseñor Eguren para la JMJ – Madrid 2011:

JMJ Madrid 2011

Segunda Catequesis “Arraigados en Cristo”

Jueves 18 de agosto de 2011

Queridos Jóvenes:

En este segundo día de nuestro triduo de catequesis somos invitados a reflexionar en el tema “Arraigados en Cristo”.

Anhelo de infinito

En primer lugar debemos hacer una constatación: el ser humano cuando se aproxima a su propia realidad, descubre un anhelo de infinito presente en su corazón. El mismo Santo Padre Benedicto XVI lo expresa así hablando de su juventud: “Al pensar en mis años de entonces sencillamente, no queríamos perdernos en la mediocridad de la vida aburguesada. Queríamos lo que era grande, nuevo. Queríamos encontrar la vida misma en su inmensidad y belleza. Ciertamente, eso dependía también de nuestra situación. Durante la dictadura nacionalsocialista y la guerra, estuvimos, por así decir, “encerrados” por el poder dominante. Por ello, queríamos salir afuera para entrar en la abundancia de las posibilidades del ser hombre. Pero creo que, en cierto sentido, este impulso de ir más allá de lo habitual está en cada generación. Desear algo más que la cotidianidad regular de un empleo seguro y sentir el anhelo de lo que es realmente grande forma parte del ser joven. ¿Se trata sólo de un sueño vacío que se desvanece cuando uno se hace adulto? No, el hombre en verdad está creado para lo que es grande, para el infinito. Cualquier otra cosa es insuficiente” (1).

Experiencia existencial de ruptura

Pero de otro lado descubrimos que esta aspiración de infinito se ve como obstaculizada por una situación real de ruptura interior. Una situación de ruptura que no sólo es un dato objetivo y exterior, sino ante todo una experiencia existencial, algo que yo experimento en mi propia viva.

Así el primer campo en el que experimento la ruptura es mi propio interior, es la ruptura conmigo mismo. En mi vida personal descubro contradicciones y divisiones como son por ejemplo, limitaciones a nivel físico; experimento fracturas psicológicas como conflictos, complejos, inconsistencias, inseguridad, desorientación, activismo, angustia, ira, ansiedad, soledad, desazón, tristeza, desesperanza, opresión, ahogo, amargura, etc.

En lo espiritual, reconozco con dolor que mi interior no está en armonía, en paz, sino en lucha y muchas veces en esclavitud; que vivo en la mentira y que soy arrastrado al mal, que peco. También nosotros experimentamos la dura realidad que vivió San Pablo: “…mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco…en realidad ya no soy yo quien obra sino el pecado que habita en mí” (Rom 7, 14ss.).

Junto con esa ruptura interior también experimentamos la ruptura con los hermanos humanos; la frustración en las relaciones con los demás, nuestra incapacidad muchas veces para comunicarnos, para establecer relaciones de comunión con los otros. La desconfianza, las envidias, los rencores, el egoísmo, las venganzas, el ocultamiento, el miedo, la actitud defensiva, la cosificación e instrumentalización de los demás, el individualismo, etc., son algunas manifestaciones de ello.

A ello se añade la ruptura con la naturaleza, es decir con nuestro entorno. La creación que debería estar al servicio de la persona humana se nos vuelve hostil en vez de ser el ámbito favorable en medio del cual vivir y realizarnos. Por un lado sufrimos los desastres naturales que traen muerte e infelicidad a una gran cantidad de personas y por el otro el ser humano abusa de la creación contaminándola, destruyéndola, explotándola muchas veces de manera ambiciosa e irracional, etc. Ella gime por ser “liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rom 8, 21).

Resumiendo: por un lado constatamos que hay un el anhelo de infinito, de vida plena, de felicidad, en nuestro corazón y del otro lado experimentamos nuestro interior quebrado, roto, incapacitado para vivir en comunión, en relación, en armonía con uno mismo, con los demás y con la creación. ¿Es acaso entonces el ser humano una pasión inútil, un ser para la muerte, una náusea? Sabemos que no lo es. Entonces, ¿cómo superar esta contradicción?

Como ninguno otro, el hombre actual ha tratado de resolver este drama pero sin lograrlo: ha ido del “marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso, del agnosticismo al sincretismo, etc.” (2). En sus esfuerzos se ha trazado objetivos indudablemente buenos y honestos como la búsqueda de un mayor bienestar material, de metas sociales, científicas y económicas cada vez más avanzadas. Pero, ¿han sido suficientes estos planes y esfuerzos para satisfacer las aspiraciones más profundas del espíritu humano? Sin temor a equivocarnos podemos decir que no. Más aún, en medio de un desarrollo tecnológico y científico impresionante como nunca antes lo ha habido, vivimos tiempos de un terrible retroceso en lo humano: las violaciones a los derechos fundamentales de la persona, (entre ellos el primero y fundamental que es el derecho a la vida con el aborto, la eutanasia y la manipulación embrionaria); las amenazas contra la libertad, (entre las que destaca la amenaza contra la libertad religiosa); las varias formas de discriminación (racial, cultural, religiosa, etc.); la violencia y el terrorismo; el narcotráfico; las torturas; la carrera armamentista, que implica cuantiosos gastos bélicos que podrían servir para aliviar el hambre de pueblos enteros; la distribución injusta de la riqueza y del acceso a los bienes de la creación, etc., son algunos signos de ello.

Podemos decir que “ya se ha ensayado todo ¿No será hora de ensayar la Verdad?” (3). Sí, ¿no será ya por fin la hora de ensayar la Verdad que es la exigencia más profunda del espíritu humano?

El problema del hombre es un problema teológico

Queridos Jóvenes: la contradicción que experimenta el hombre, que experimentamos todos, sólo se puede resolver tomando conciencia que el problema del hombre es un problema teológico; y que por tanto la respuesta a su “nostalgia de infinito y de reconciliación” sólo está en Dios, porque el hambre de plenitud que tiene el ser humano es hambre de Dios, como lo afirma clara y contundentemente el gran San Agustín desde su propia experiencia de vida de hombre buscador y pecador: “nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (4). La huella de Dios, el sello trinitario grabado en lo profundo de nuestro ser reclama a su original: “y dijo Dios: hagamos al Hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza…Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó” (Gen 1, 26-27).

Las rupturas que anteriormente hemos descrito (conmigo mismo, con los demás y con la creación), tienen su origen en aquella primera ruptura, fuente de todas las más demás que es la ruptura del hombre con Dios y que llamamos pecado. Sí, el pecado original, al cual se añaden nuestros pecados personales, es lo que explica la situación de ruptura y contradicción que vivo. Como bien dice Pascal: “Sin este misterio (el del pecado original), el más incomprensible de todos, somos más incomprensibles para nosotros mismos, incluso que lo incomprensible que este misterio resulta para el hombre” (5).

La experiencia ha demostrado que todo intento de vivir la vida contra Dios o sin Dios, en base al propio criterio nutrido de egoísmo, capricho y engreimiento, conduce necesariamente a vivirla contra el hombre. “Es un contrasentido pretender eliminar a Dios para que el hombre viva. Dios es la fuente de la vida; eliminarlo equivale a separarse de esa fuente e inevitablemente privarse de la plenitud y la alegría” (6) Como dice San Ireneo de Lyon: “la gloria del hombre es Dios y la gloria de Dios es el hombre viviente” (7).

Con el Apóstol nos hacemos la pregunta: “¡Pobre de mí! ¿Quién me podrá librar de este cuerpo de muerte?” Y desde la fe respondemos gozosos: “¡Gracias sean dadas a Dios, que tengo el remedio a mano! ¡La gracia de Dios por Jesucristo, Señor nuestro!” (Rom 7, 24-25).

¡Jesús es la respuesta!

Sí queridos Jóvenes: la respuesta a nuestra “nostalgia de infinito y de reconciliación” (8) es Dios, quien ha salido a nuestro encuentro para darse a conocer en su Hijo Unigénito, Jesucristo, quien es “el camino, la verdad y la vida” (ver Jn 14, 6); “el rostro humano de Dios y el rostro divino del Hombre” (9).

Es Él quien nos reconcilia con el Padre, con nosotros mismos, con nuestros hermanos humanos y con la creación. Todas nuestras rupturas tienen en Él su sanación por el don de la reconciliación que nos ha traído con su Encarnación, Muerte y Resurrección.

El Señor Jesús me reconcilia con Dios, revelándome que Dios, su Padre, es mío también y que en Él, el Hijo amado el Padre, yo alcanzo la filiación divina (ver Juan 1, 12 y 1 Juan 3, 2). Además me enseña que los mandamientos de Dios no merman mi libertad sino que más bien son el camino para que ésta sea auténtica. Que su designio divino en mi vida no me aniquila ni me destruye sino me permite descubrir y seguir la verdad más profunda sobre mí mismo, porque sólo abriéndome al amor de Dios es como encontraré la verdadera alegría y la plena realización de mis propias aspiraciones (10).

Cristo me reconcilia conmigo mismo, ya que “el hombre que realmente quiere comprenderse hasta el fondo de sí mismo debe con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Cristo es la palabra de verdad pronunciada por Dios mismo como respuesta a todos los interrogantes del corazón humano. Es Él quien nos revela plenamente el misterio del hombre y del mundo” (11). “Cristo, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación… (En Él) se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad” (12).

El Señor Jesús me reconcilia con los hermanos. San Pablo presenta a Jesús como el que realiza la reconciliación de los hombres que viven en la ruptura: “Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad… para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la Cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad” (Ef 2, 14-16).

Jesús con el ejemplo de su propia vida, muriendo en la Cruz, amándonos hasta el extremo (ver Jn 13, 1) nos muestra el camino verdadero del amor hacia los demás; nos propone la vivencia de la caridad, nos invita a ser compasivos y misericordiosos y a amar incluso a nuestros enemigos, mostrándonos que el amor a Dios y el amor al prójimo no pueden separarse (ver Mc 12, 28-34), y que “el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (13).

Asimismo Jesucristo me reconcilia con la creación. Él me enseña a ser reverente con mi entorno. La forma fundamental en que el Señor manifiesta su reconciliación con la creación es en los milagros. Allí se restaura, de forma maravillosa, el orden por el cual las realidades creadas están al servicio del hombre y no al revés. En Cristo todo recobra una armonía que derrota toda idolatría de lo natural, y que imposibilita un sometimiento esclavista a la tecnología, o a las mismas leyes de la naturaleza.

Queridos Amigos: el Señor Jesús es la respuesta. Y lo más hermoso de todo, es que Él sale a tu encuentro, Él toma la iniciativa contigo y conmigo como lo hizo con los Apóstoles (ver Mt 4, 18-22; Mc 1,16-20); con la Samaritana (ver Jn 4, 1-42); con Zaqueo (ver Lc 19, 1-10); con Nicodemo (ver Jn 3, 1-21); con la Magdalena (ver Lc 8, 1-2) y con todos los santos y santas; y con los hombres y mujeres de todos los tiempos.

Sí; Jesús no es una enseñanza, una teoría, un proyecto abstracto, un ideario, una utopía; es una persona concreta de nuestra historia, que sale a mi encuentro y con la cual me puedo y debo encontrar. Es el Hijo de Dios hecho Hijo de María, nacido en Belén hace 2011 años, que vivió su infancia en Nazaret y murió en Jerusalén, después de predicar durante tres años. Es el Señor que resucitó, que sigue vivo y actuante en su Iglesia y sale a mi encuentro hoy, aquí mismo en este lugar, en este momento, en el aquí y ahora de mi vida, y desde la fe y en Su Iglesia me invita a encontrarme con Él, a descubrir su rostro, a escuchar su voz, a compartir su amistad, porque como bien dice el Santo Padre, “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello una orientación decisiva” (14).

Asimismo en Jesús se halla el sentido de la “historia humana”: por su Encarnación, Él es el centro de la historia. Su venida es la “plenitud de los tiempos” (ver Gal 4, 4), en la cual se concentra toda la historia anterior y la futura, es el Alfa y la Omega (ver Ap 1, 11). En Él adquieren sentido todos los acontecimientos del devenir humano.

Arraigados en Cristo

Jesús te invita entonces a construir tu vida con Él, sobre fundamentos sólidos. ¿Cómo hacerlo? ¿Dónde encontrarlo para arraigarme en Él, para echar raíces en Él y así no ser llevados por los vientos y tempestades del mundo y así morir?

El Santo Padre en su Mensaje para esta Jornada Mundial nos enseña la manera, escuchémoslo: “Queridos Jóvenes, aprended a “ver”, a “encontrar” a Jesús en la Eucaristía, donde está presente y cercano hasta entregarse como alimento para nuestro camino; en el Sacramento de la Penitencia, donde el Señor manifiesta su misericordia ofreciéndonos siempre su perdón. Reconoced y servid a Jesús también en los pobres y enfermos, en los hermanos que están en dificultad y necesitan ayuda. Entablad y cultivad un diálogo personal con Jesucristo, en la fe. Conocedle mediante la lectura de los Evangelios y del Catecismo de la Iglesia Católica; hablad con Él en la oración, confiad en Él. Nunca os traicionará… Así podréis adquirir una fe madura, sólida, que no se funda únicamente en un sentimiento religioso o en un vago recuerdo del catecismo de vuestra infancia. Podréis conocer a Dios y vivir auténticamente de Él, como el apóstol Tomás, cuando profesó abiertamente su fe en Jesús: “¡Señor mío y Dios mío! "” (15).

Oración, participación en los sacramentos, la meditación de la Palabra de Dios, la catequesis, la escucha de las enseñanzas de la Iglesia, la caridad para con el prójimo. Son los medios de ayer y de hoy, los medios siempre válidos y eficaces para arraigar la vida en Cristo, para ser el sarmiento que se injerta en la Vid verdadera para así tener vida y dar fruto verdadero que permanezca (ver Jn 15, 1-8).

Son los medios que nos ayudan a llevar una vida cristiana seria, madura y responsable; son los medios que nos permiten ser fieles a las promesas de nuestro santo bautismo por el cual el cristiano “inició su configuración con Cristo, que luego por la acción de Dios y la fidelidad del hombre ha de ir creciendo hasta llegar a la edad perfecta de la plenitud de Cristo. Cada uno ha de procurar alcanzar la santidad viviendo la caridad” (16).

Arraigarse en Cristo, descubrirlo a Él, es la aventura más bella de toda nuestra vida. Pero no es suficiente descubrirlo una sola vez. Cada vez que se lo descubre, se recibe un nuevo llamamiento a buscarle aún más, y a conocerlo mejor.

Queridos Jóvenes: no se contente con nada que esté por debajo de este ideal. No se dejen desanimar por los que decepcionados de la vida, han endurecido sus corazones se han hechos insensibles y sordos a los deseos más profundos y auténticos de su corazón. Con el Papa Benedicto XVI les digo: “vayan contra la corriente: no escuchen las voces interesadas o seductoras que hoy promueven modelos de vida caracterizados por la arrogancia y la violencia, por la prepotencia y el éxito a todo coste, por la apariencia y por el tener en detrimento del ser. No tengáis miedo, querido jóvenes, de preferir los caminos alternativos indicados por el auténtico amor…Vuestros contemporáneos, aunque también los adultos, y especialmente quienes parecen estar más lejos de la mentalidad y de los valores del Evangelio, tienen una necesidad profunda de ver a alguien que se atreva a vivir según la plenitud de humanidad manifestada por Jesucristo” (17).

¡Ser santo ya!

El día de los funerales de nuestro querido Papa Juan Pablo II, un lema y un clamor recorrió toda la Plaza de San Pedro: “¡Santo ya!” Cuando vi las banderolas desplegadas en la Plaza de San Pedro, precisamente por ustedes queridos jóvenes, con este mensaje, pensé que este pedido se convertía para todos nosotros en nuestro programa urgente de vida. Sí, con esta frase no sólo pedíamos la rápida elevación de Juan Pablo II a los altares, cosa que ocurrió con su Beatificación el pasado domingo 01 de mayo, sino que en el fondo también nos estábamos diciéndonos: “yo tengo que ser santo, pero tengo que serlo ya”. “No puedo seguir jugando con la gracia de Dios”. “Debo tomarme en serio mi bautismo, verdadera entrada a la santidad de Dios, así como mi vocación particular”.

Sí, todos pedíamos ese día que Juan Pablo II fuera proclamado ¡Santo ya! Pero ese pedido se volvía en nuestra vida de cristianos, en nuestra particular vocación y estado de vida en misión y tarea urgente.

El que quiere arraigarse en Cristo debe desear intensamente ser santo, consciente de que no hay mayor tristeza que la de no serlo, y que no hay mayor irresponsabilidad para los tiempos que nos han tocado vivir, que no aspirar seriamente a la santidad, porque sólo de los santos proviene la verdadera revolución. Sólo ellos cambiarán decisivamente el mundo.

Arraigarnos en Cristo nos introduce de tal manera en una dinámica de comunión de vida con Cristo que nos conduce a la plena y total identificación con Él, hasta poder ser capaces de exclamar con el Apóstol San Pablo: “vivo yo pero no yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). Ser santo es ser otro Cristo, es ser en todo semejante a Él: es pensar con su mente donde reina la Verdad; es sentir con los afectos nobles y puros de su Sagrado Corazón y es actuar decididos como Él lo haría si estuviera en nuestro lugar.

A pesar de nuestra propia fragilidad y debilidad, es posible ser santos porque para Dios nada hay imposible (ver Lc 1, 37). Es posible porque la santidad es ante todo una obra de Dios en nosotros, que, a la vez, ciertamente requiere de nuestra activa cooperación. Por ello no debemos dar cabida al escepticismo o la desesperanza, ni tampoco hay que pretender ser una persona "excepcional" para poder ser santo. La santidad se forja en lo ordinario de cada día. Podemos realmente llegar a ser santos, pero no sólo por nosotros mismos, sino en la medida que permanezcamos unidos al Señor Jesús como el sarmiento permanece unido a la vid (ver Jn 15, 4-5).

Contemplemos si no el testimonio de tantos santos y santas de ayer y de hoy, de hombres y mujeres tan frágiles y débiles y hasta más pecadores que nosotros que alcanzaron las cumbres de la santidad. ¿Si ellos pudieron, porque que tú no? ¿Por qué yo no? Como ellos, que son los mejores hijos de la Iglesia, hay que desear ardientemente querer ser santo.

Ahora bien del deseo por la santidad hay que pasar a la acción decidida por la santidad. Por ello y dentro del objetivo general de la santidad hay que trazarnos objetivos específicos a corto, mediano y largo plazo, proponiéndose medios concretos y proporcionados para alcanzar esos objetivos y avanzar poco a poco hacia la meta. Un plan de combate espiritual, así como un horario realista para ordenar las actividades propias y aprovechar de la mejor manera posible el tiempo (horario que debe incluir momentos fijos para la oración diaria), son instrumentos básicos a la hora de cooperar con la gracia que el Señor derrama en nuestros corazones con tanta abundancia. Asimismo el recurso al consejo con un director espiritual y un confesor permanente es fundamental.

Finalmente al deseo de santidad y al plan de combate espiritual debemos añadir el esfuerzo constante, tenaz y sostenido que exige no pocos sacrificios y que implica también levantarse inmediatamente cada vez que se cae para seguir en el camino. Si yo tengo un tropiezo, a levantarse inmediatamente, porque Jesús me tiende la mano, me levanta de mi caída, y me vuelve a poner de pie. Él no te abandona nunca (18). Hay que comprender que la vida cristiana, más que una carrera de velocidad es una carrera de resistencia como la maratón, porque es fácil ser coherente por un día o algunos días, pero es difícil pero esencial serlo toda la vida.

Para acertar en el camino cotidiano de santificación hagamos nuestra esta recomendación que hacía San Vicente de Paúl: “Cuando tengas que actuar, haz esta reflexión: ¿Es esto conforme a la manera de actuar del Hijo de Dios? Si te parece que sí, entonces di: ¡Bien, hagamos esto así! Si al contrario te parece que no, di: ¡Lo dejaré estar! Además, cuando sea el momento de actuar, di al Hijo de Dios: Señor, si tú estuvieras en mi lugar, ¿qué harías, cómo instruirías tú a esta gente, cómo ayudarías a este enfermo del espíritu o del cuerpo?” (19).

Arraigados en Cristo con María la Madre de Jesús

Queridos Jóvenes: al concluir esta Catequesis quiero decirles que nadie como Santa María ha vivido arraigado en su Hijo Jesús. Por eso es la Reina de los Santos, de los Mártires, de los Confesores. Por ello si aspiran a arraigarse en Cristo, es decir a conformarse plenamente con el Señor Jesús, deben profesarle a Santa María un profundo amor filial, reconociéndola como Madre y profundizando en su Inmaculado y Doloroso Corazón, dejando así que la desbordante presencia de Jesús en él llegue a nuestros propios corazones y nos enseñe a amar con sus amores: al Padre Eterno en el Espíritu; a María, su Madre y nuestra también; y a los hermanos humanos. Muchas gracias.

 

 

 

Citas:

(1) S.S. Benedicto XVI, Mensaje para la XXVI Jornada Mundial de la Juventud 2011, n.1.

(2) Cardenal Joseph Ratzinger, Homilía Pro Eligendo Romano Pontifice, 18-IV-2005.

(3) Cardenal Louis Edouard Desiré Pie, 1815-1880.

(4) San Agustín, Confesiones I, 1, 1.

(5) Blaise Pascal, Pensamientos n. 438.

(6) S.S. Benedicto XVI, Mensaje para la XXVI Jornada Mundial de la Juventud 2011, n.1.

(7) San Ireneo de Lyon, Contra las Herejías, 3, 30, 2; 4, 20, 7.

(8) Ver S.S. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Reconciliatio et paenitentia, n.3.

(9) S.S. Juan Pablo II, Angelus, 11-I-2004.

(10) Ver S.S. Benedicto XVI, Mensaje para la XLVIII Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, 15-V-2011.

(11) S.S. Juan Pablo II, Jornada Mundial de la Juventud, 27-XI-1988.

(12) Gaudium et spes, n. 22.

(13) Gaudium et spes, n. 24.

(14) S.S. Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 1.

(15) S.S. Benedicto XVI, Mensaje para la XXVI Jornada Mundial de la Juventud 2011, n.4.

(16) Medellín, 12, 1.

(17) S.S. Benedicto XVI, Homilía con ocasión del Ágora de los Jóvenes Italianos en Loreto, 2-IX-2007.

(18) San Juan Crisóstomo, Catequesis bautismales, 3, 9-10.

(19) San Vicente de Paul, Conversaciones: con A. Durand. Conferencia del 21 de febrero 1659.

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