«LA HUMILDAD ES ANDAR EN VERDAD»

Domingo XXII del Tiempo Ordinario

28 de agosto de 2022 (Oficina de Prensa).- Hoy, la Iglesia celebra el XXII Domingo del Tiempo Ordinario. Nuestro Arzobispo Metropolitano, Monseñor José Antonio Eguren Anselmi S.C.V., ha preparado una homilía centrada especialmente en el mensaje del Evangelio de este día, él nos recuerda que: Nuestro gran desafío es hacer de la humildad un estilo de vida, una forma de ser para relacionarnos permanentemente con Dios Uno y Trino, con nosotros mismos, y con los demás en dinámica de reconciliación, porque la humildad es la virtud que nos sitúa responsable y auténticamente ante Dios, ante el misterio de quiénes realmente somos, y ante los demás».

A continuación, compartimos la Homilía completa de nuestro Pastor:

“La humildad es andar en verdad”

Nuestro Evangelio dominical (ver Lc 14, 1.7-14), nos presenta al Señor en la casa de uno de los jefes de los fariseos. Sabemos que, a Jesús, le gustaba observar la conducta de las personas para extraer de ellas enseñanzas de vida eterna. Bástenos recordar el episodio de la viuda pobre en el templo. Jesús observaba, y cuando vio que ella echó en la alcancía todo lo que tenía para vivir, (ver Mc 12, 41-44), alabó su total desprendimiento y confianza en la divina Providencia.  

En esta ocasión, el Señor se da cuenta que los invitados se peleaban por ocupar los primeros sitios de la mesa, con el afán de querer demostrar cada uno su importancia y jerarquía por encima de los demás. Entonces Jesús pronuncia una parábola, que inicialmente podría darnos la impresión que contiene una mera enseñanza de sabiduría, urbanidad, y prudencia humanas, pero en el fondo el Señor la pronuncia con la finalidad de que comprendamos la importancia de la virtud de la humildad en nuestra vida cristiana: “Cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto, no sea que haya sido convidado por él otro más distinguido que tú, y viniendo el que os convidó a ti y a él, te diga: «Deja el sitio a éste», y entonces vayas a ocupar avergonzado el último puesto. Al contrario, cuando seas convidado, vete a sentarte en el último puesto, de manera que, cuando venga el que te convidó, te diga: «Amigo, sube más arriba». Y esto será un honor para ti delante de todos los que estén contigo a la mesa. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado” (Lc 14, 7-11).    

La humildad, es una virtud imprescindible para edificar nuestra santidad. Según la acertada y sabia definición de Santa Teresa de Jesús[1], podemos definirla “como andar en verdad”, porque gracias a la humildad, adquirimos el justo conocimiento de quiénes somos, tanto de nuestra grandeza y dignidad, como de nuestra pequeñez y miseria. Grandeza y dignidad que nos vienen de ser hijos de Dios, creados y redimidos para gozar de Su amistad e intimidad; y nuestra pequeñez y miseria, que nos vienen de ser criaturas que, por soberbia y desobediencia, caímos en el pecado.       

La humildad nos conduce a poner a Dios y a los demás en el primer lugar de nuestras vidas, pues el hombre, ser para el encuentro, sólo se comprende así mismo, y es capaz de desplegarse, cuando encuentra al Otro (a Dios), y a sus hermanos humanos, forjando con ellos una relación interpersonal de amor. La soberbia, por su parte, nos encierra en nosotros mismos, y nos priva de la alegría de vivir la dimensión liberadora del ser hijos de Dios y hermanos de los demás, y sin el amor al Señor y a nuestros hermanos, nuestra vida no tiene sentido, ella se desvanece.

Nuestro gran desafío es hacer de la humildad un estilo de vida, una forma de ser para relacionarnos permanentemente con Dios Uno y Trino, con nosotros mismos, y con los demás en dinámica de reconciliación, porque la humildad es la virtud que nos sitúa responsable y auténticamente ante Dios, ante el misterio de quiénes realmente somos, y ante los demás.

La soberbia es todo lo contario a la humildad. Ella nos lleva a no reconocer nuestra condición de criaturas, y nos impulsa a querer ser como Dios (ver Gen 3, 5). Esta fue la terrible tentación demoníaca en la que cayeron nuestros primeros padres. El pecado original (ver Gen 3, 1-24), es la fuente y origen de todos nuestros males y esclavitudes, tanto de ayer como de hoy.

La soberbia, puede definirse como un amor desmedido por uno mismo, que produce desprecio hacia Dios y hacia los demás. El soberbio cree que no existe nadie mejor que él, y que los demás son unos tontos, y de esta manera se erige como la medida de todas las cosas. Por eso el Señor Jesús nos advierte en el Evangelio de hoy: “Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado” (Lc 14, 11).   

Pero Jesús no se limitó a enseñarnos o a instruirnos sobre la virtud de la humildad y el bien que ella nos hace en nuestra existencia. Él mismo la vivió y nos dio ejemplo con el testimonio de su propia vida porque, “siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 6-11). 

A través de este hermoso himno cristológico tomado de la Carta a los Filipenses, San Pablo nos muestra como Cristo nos enseña con el ejemplo de su vida a vivir la humildad, el abajamiento, el anonadamiento, como el auténtico camino para ser enaltecido, glorificado, y honrado. Y es verdad, Él es Dios, pero se humilló al asumir nuestra naturaleza humana en todo semejante a la nuestra, menos en el pecado, y por ello Dios Padre lo exaltó y le dio el nombre que está sobre todo nombre.

Pero no sólo se humilló haciéndose hombre, sino que se hizo el último de los hombres al morir crucificado como un criminal, por eso el Padre le concedió la vida y el reconocimiento de parte de todos: “Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 10-11). A diferencia de Adán que quiso hacerse como Dios, y por eso fue precipitado al polvo (ver Gen 3, 19), el Señor Jesús fue ensalzado por su kénosis (del griego κένωσις = vaciamiento), es decir, por el vaciamiento de su propia voluntad que lo llevó a acoger y adherirse plena y perfectamente a la voluntad de su Padre Dios.   

Pero si aún nos quedara alguna duda de que la humildad es el camino a la gloria, ahí está el ejemplo de humildad de nuestra Madre Santísima, la Virgen María, quien en el Himno del Magnificat, proclama: “Engrandece mi alma al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador, porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre” (Lc 1, 48-49).

Siendo Santa María la más excelsa, hermosa y perfecta de todas las criaturas, porque fue concebida sin la mancha del pecado original, y teniendo además la altísima dignidad de Madre de Dios, Ella siempre llevó una vida oculta, sencilla, de total obediencia, servicio y amor a su Hijo y a nosotros.

Incluso después de haber sido ensalzada y glorificada en lo más alto del Cielo con el misterio de su Asunción, desde la gloria celestial Santa María no deja de servirnos prodigándonos su amor maternal, porque Ella, “acompaña con amor materno a la Iglesia peregrina y protege sus pasos hacia la patria celeste, hasta la venida gloriosa del Señor”.[2] Sin lugar a dudas, María conquistó el corazón de Dios, por su profunda humildad.

Jesús concluye nuestro Evangelio dominical con una segunda parábola a través de la cual quiere enseñarnos a vivir la generosidad desinteresada a semejanza del amor de Dios Padre por nosotros: “Dijo también al que le había invitado: Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez, y tengas ya tu recompensa. Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos” (Lc 14, 12-14). 

Como nos enseña el Papa Francisco: “El intercambio humano, de hecho, suele distorsionar las relaciones, las hace «comerciales», introduciendo un interés personal en una relación que debe ser generosa y libre. En cambio, Jesús invita a la generosidad desinteresada, a abrir el camino a una alegría mucho mayor, la alegría de ser parte del amor mismo de Dios que nos espera a todos en el banquete celestial. Que la Virgen María, «humilde y elevada más que criatura» (Dante, Paraíso, XXXIII, 2), nos ayude a reconocernos como somos, es decir, como pequeños; y a alegrarnos de dar sin nada a cambio”.[3]

San Miguel de Piura, 28 de agosto de 2022
Domingo XXII del Tiempo Ordinario

[1] Ver Santa Teresa de Jesús, VI Moradas, 10, 7.

[2] Misal Romano, Prefacio III, de la Bienaventurada Virgen María.  

[3] S.S. Francisco, Angelus, 01-IX-2019.

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