«LA GLORIA DE LA CABEZA ES LA ESPERANZA DEL CUERPO»

Arzobispo celebra la Solemnidad de la Ascensión del Señor

29 de mayo del 2022 (Oficina de Prensa).- La mañana de hoy, nuestro Arzobispo Metropolitano Monseñor José Antonio Eguren Anselmi, S.C.V., celebró la Santa Misa en el VII Domingo de Pascua, Solemnidad de Ascensión del Señor, en la Basílica Catedral de Piura, donde los fieles piuranos se reunieron en medio de un clima de profundo fervor.

En su homilía, Monseñor Eguren nos recuerda que: «A la luz de los misterios de la Ascensión del Señor y la Asunción de Santa María, podemos afirmar que en el Cielo hay dos corazones plenamente humanos que nos conocen, que nos aman, que nos comprenden y que se interesan por nosotros. Dos corazones que saben de nuestras penas y sufrimientos, porque ellos mismos los han vivido aquí en la tierra, y que por tanto ruegan, interceden, y suplican por nuestras intenciones y necesidades en todo momento a Dios Padre». 

A continuación les ofrecemos la homilía completa que pronunció nuestro Arzobispo hoy: 

“La gloria de la Cabeza es la esperanza del cuerpo”

Solemnidad de la Ascensión del Señor

Muy queridos hermanos en Jesús que hoy asciende al Cielo: 

Después de su Resurrección, el Señor Jesús, “se apareció a sus discípulos durante cuarenta días, dándoles muchas pruebas de que vivía y hablándoles de lo referente al Reino de Dios” (Hch 1, 3), “hasta el día en que fue llevado al Cielo” (Hch 1, 2). Según los Hechos de los Apóstoles, la Ascensión del Señor sucedió cuarenta días después de su Resurrección, es decir el jueves pasado de la VI semana de Pascua. En razón de que la ley civil suprimió el feriado del jueves que antes existía, en el Perú, celebramos la Ascensión del Señor, el Domingo siguiente, es decir el día de hoy.

Pero vayamos a ver las enseñanzas que, para nuestra vida cristiana, nos deja este trascendental misterio de la vida de Jesús, que hoy gozosos celebramos. Las podemos resumir en tres. En primer lugar, que la exaltación de Cristo en el Cielo es también nuestra propia exaltación porque Jesús regresa al Padre llevando consigo nuestra humanidad. Por eso San Agustín comienza un sermón con ocasión de esta gran fiesta, con estas hermosas palabras: “Hoy nuestro Señor Jesucristo asciende al Cielo y con Él asciende nuestro corazón”.[1]

Sí, Jesús regresa hoy al Padre, pero llevando consigo algo con lo cual no vino a la tierra cuando el Verbo de Dios descendió del Cielo el día de la Encarnación: Nuestra humanidad glorificada. Por eso la fiesta de hoy siembra en nuestros corazones la ardiente esperanza de que allí donde está nuestra Cabeza, Cristo, estaremos también nosotros algún día con la plenitud de nuestra humanidad; nosotros que somos miembros de su Cuerpo Místico, Su Iglesia.

Al respecto, exclama con alegría San León Magno: “La gloria de la Cabeza, se convirtió en la esperanza del cuerpo”[2]; y el Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña: “Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con Él eternamente”.[3]  

A la luz de los misterios de la Ascensión del Señor y la Asunción de Santa María, podemos afirmar que en el Cielo hay dos corazones plenamente humanos que nos conocen, que nos aman, que nos comprenden y que se interesan por nosotros. Dos corazones que saben de nuestras penas y sufrimientos, porque ellos mismos los han vivido aquí en la tierra, y que por tanto ruegan, interceden, y suplican por nuestras intenciones y necesidades en todo momento a Dios Padre. Esos dos corazones son el Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María, a quienes la Iglesia les rinde culto. Sobre su Sagrado Corazón, que hoy ha ascendido a los cielos, Jesús le revela a Santa Faustina Kowalska, una hermosa realidad cuando le dice:

“Has de saber hija mía, que mi Corazón es la Misericordia misma. Desde este mar de Misericordia las Gracias se derraman sobre el mundo entero. Ningún alma que se haya acercado a Mí ha partido sin haber sido consolada. Cada miseria se hunde en mi Misericordia y de este manantial brota toda Gracia salvadora y santificante”.[4]

De otro lado, el Inmaculado y Doloroso Corazón de Santa María es también nuestro consuelo y fortaleza en nuestro peregrinar por el mundo. El Corazón de la Madre, traspasado por la espada (ver Lc 2, 35), nos acompaña en el sufrimiento, llora con nosotros nuestro mismo dolor, está en todo momento ayudándonos a que superemos la incertidumbre y la angustia. Por eso siempre debemos rezarle con confianza y filial amor esta hermosa invocación o jaculatoria mariana: “Oh Dulce Corazón de María, sed la salvación mía”.

Precisamente a ese Corazón Inmaculado, el Papa Francisco consagró el pasado 25 de marzo, a Rusia y a Ucrania. Lo hizo con estas bellas palabras, consciente de que el Corazón de la Madre es el camino más seguro y pleno para llegar a los insondables tesoros de gracia del Corazón del Hijo: “Acoge este acto nuestro que realizamos con confianza y amor, haz que cese la guerra, provee al mundo de paz. El «sí» que brotó de tu Corazón abrió las puertas de la historia al Príncipe de la paz; confiamos que, por medio de tu Corazón, la paz llegará. A Ti, pues, te consagramos el futuro de toda la familia humana, las necesidades y las aspiraciones de los pueblos, las angustias y las esperanzas del mundo”.[5]

Queridos hermanos: Tanto el Sagrado Corazón de Jesús, como el Inmaculado Corazón de María, que están en el Cielo, sienten en nosotros y con nosotros, todas nuestras angustias y dolores. Por eso, no dejemos jamás de recurrir a ellos.

Pero decíamos que son tres las enseñanzas del misterio de la Ascensión del Señor. Ya hemos visto la primera. La segunda es que, si bien Jesús ha ascendido al Cielo, no se ha ido para desentenderse de nosotros y de este mundo. Mientras Él está en el Cielo, sigue estando aquí con nosotros: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Su presencia se prolonga en medio de su Iglesia, sobre todo en esa presencia llamada «real» por antonomasia, o substancial, que es el milagro de amor de la Eucaristía. Jesucristo resucitado, con su Cuerpo, Sangre, alma y divinidad, está sentado a la derecha de Dios Padre, y está también en nuestros altares en el pan de vida eterna y en el cáliz de salvación. Sólo Dios es capaz de un prodigio así.   

Pero el Señor también está espiritualmente presente en su Palabra Divina; ahí donde dos o más están reunidos en su nombre (ver Mt 18, 20), y lo está también en el enfermo, en el pobre, en el vulnerable, en el descartado, en todo aquel que esta necesitado de nuestro amor y servicio, “porque cada vez que lo hicieron con este mi hermano más pequeño, conmigo lo hicieron” (Mt 25, 40). Sepamos descubrir estas presencias del Señor para que así se fortalezca nuestra fe y se renueve nuestra esperanza de que nunca estamos solos o abandonados a nuestra suerte, sino que Él está siempre con nosotros.

Cada vez que rezamos el Credo, y profesamos nuestra fe, decimos: “Y subió al Cielo y está sentado a la derecha del Padre”. Esto significa que Jesús ha inaugurado su Reino[6], y “que habiendo entrado una vez por todas en el Santuario del Cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo”.[7] Efectivamente, desde el Cielo el Señor nos envía de manera continua Su Espíritu para iluminarnos, fortalecernos, defendernos y confortarnos. 

Finalmente, la fiesta de la Ascensión tiene una tercera y última enseñanza: Cristo confía a su Iglesia, es decir a todos nosotros, la misión de evangelizar. Por eso, antes de ascender al cielo, el Señor Jesús les dice a sus discípulos: “Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día, y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas” (Lc 24, 46-48).

En el relato de San Mateo sobre la Ascensión, Jesús será incluso más imperativo: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28, 19-20). Por tanto, desde la Ascensión del Señor hasta su retorno glorioso al final de los tiempos, la misión que nos deja Jesús se dirige a la totalidad de los hombres, y consiste en anunciarlo a Él y su misterio de salvación como clave de realización humana plena.

Esta misión se realizará por medio de dos cosas esenciales: La administración del Santo Bautismo, en nombre de la Santísima Trinidad, y la fiel observancia a todo lo que Él nos ha enseñado y mandado a guardar (Ver Mt 28, 19-20).       

Padres cristianos, les pregunto: ¿Procuran a sus hijos recién nacidos el Santo Bautismo? ¿O dilatan este sacramento fundamental para la salvación eterna por semanas, meses, e incluso años? Así como no dejas de darle a tus hijos recién nacidos todo lo que necesitan para su vida natural (alimento, abrigo, atención de salud, educación, etc.), no dejen jamás de darles lo que necesitan para su vida sobrenatural, comenzando por el Bautismo, a más tardar en el primer mes de nacidos, porque el Bautismo “es el más bello y magnífico de los dones de Dios […] lo llamamos don, gracia, unción, iluminación, vestidura de incorruptibilidad, baño de regeneración, sello y todo lo más precioso que hay. Don, porque es conferido a los que no aportan nada; gracia, porque es dado incluso a culpables; bautismo, porque el pecado es sepultado en el agua; unción, porque es sagrado y real (tales son los que son ungidos); iluminación, porque es luz resplandeciente; vestidura, porque cubre nuestra vergüenza; baño, porque lava; sello, porque nos guarda y es el signo de la soberanía de Dios”.[8]

De otro lado, preguntémonos: ¿Aprovecho las diversas circunstancias de mi vida diaria para anunciar a Jesús a mi familia, a mis amigos, compañeros de trabajo o estudio, y a mis vecinos? ¿Hago un uso evangelizador de las redes sociales?

¿O más bien mis conversaciones giran en torno a chismes, murmuraciones, calumnias, difamaciones o a transmitir temores e inseguridades o noticias falsas? Tú padre de familia, ¿educas a tus hijos en la fe descubriéndoles la belleza de lo que significa ser cristiano? Anunciemos a Jesús con audacia y valor, y con Él, la fuente de paz, de libertad, de plenitud y de vida eterna que sólo es el Señor.

Ciertamente la misión de evangelizar sobrepasa nuestras capacidades y fuerzas humanas, pero no por ello caigamos en desaliento. Muchas veces nos sucede como a los Apóstoles: No sabemos siquiera por dónde comenzar. Por eso Jesús nos advierte hoy: “Mirad, y voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto” (Lc 24, 49). Jesús llama de dos maneras nuevas al Espíritu Santo: “La promesa del Padre y el poder de lo Alto”.

Con estas palabras de Jesús, queda claro que el Espíritu Santo es quien conduce a la Iglesia, y le asegura su permanencia y su fidelidad a todo lo enseñado por el Señor Jesús. El Espíritu Santo es el que hace que la Iglesia Católica, sea la Iglesia fundada por Cristo, la única que conserva la enseñanza de Jesús, igual e idéntica a como el Señor la entregó al mundo. Pero, además, el Espíritu Santo es el que nos inspira las maneras más creativas y audaces de anunciar hoy al Señor como el único Salvador del mundo. Sólo Él tiene el poder de atraer y cambiar el corazón del hombre. Por eso, anunciemos a Cristo crucificado y resucitado, pero animados por el soplo del Espíritu Santo, cuya gran fiesta celebraremos el próximo domingo, Solemnidad de Pentecostés.

San Miguel de Piura, 29 de mayo de 2022
Solemnidad de la Ascensión del Señor

[1] San Agustín, Sermón 261.

[2] San León Magno, Sermón 1 sobre la Ascensión del Señor.

[3] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 666.

[4] Santa Faustina Kowalska, Diario n. 1777.

[5] S.S. Francisco, Acto de Consagración al Corazón Inmaculado de María, 25-III-2022.

[6] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 663-664.

[7] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 667.

[8] San Gregorio Nacianceno, Oratio 40, 3-4.

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