13 de agosto de 2022 (Oficina de Prensa).- Hoy, la Iglesia celebra el XX Domingo del Tiempo Ordinario. Nuestro Arzobispo Metropolitano, Monseñor José Antonio Eguren Anselmi S.C.V., ha preparado una homilía centrada especialmente en el mensaje del Evangelio de este día, él nos recuerda que: “Hoy en día, en que vivimos inmersos en un relativismo asfixiante, que no reconoce nada como definitivo, el cual deja como última medida sólo al propio yo con sus caprichos, se hace urgente anunciar la Verdad, aunque ésta genere incomodidad, porque nuestra misión como cristianos no es la de complacer a la mayoría, ni de decirles a los hombres de hoy lo que quieren oír, sino, siguiendo el ejemplo de los verdaderos profetas del Antiguo Testamento, y sobre todo del mismo Señor Jesús, anunciar la Verdad salvífica, aunque ello nos acarree sufrimiento y persecución”.
A continuación, compartimos la Homilía completa de nuestro Pastor:
“La auténtica Paz brota de la Verdad”
Texto difícil el que nos trae el Evangelio de hoy domingo (ver Lc 12, 49-53), porque parece contradecir el mensaje del mismo Jesús y de Su Iglesia, más aún en estos tiempos de guerra y enfrentamientos que vivimos en el mundo, cuando el Señor nos dice para nuestro asombro: “¿Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división” (Lc 12, 51).
¿Acaso no fue el mismo Señor, quien el día de su Resurrección disipó los temores y angustias de sus apóstoles diciéndoles: “La paz a vosotros” (Jn 20, 19.26)? ¿Acaso el Señor no había rogado a su Padre, en su oración sacerdotal, que fuéramos uno, perfectamente uno como Él y el Padre son uno? (ver Jn 17, 21.23) Entonces, ¿cómo entender esta sentencia del Señor en el Evangelio de hoy cuando nos anuncia que no ha venido a dar paz a la tierra sino división?
El Papa Francisco nos lo explica con las siguientes palabras: “El (Señor) vino para «separar con el fuego». ¿Separar qué? El bien del mal, lo justo de lo injusto. En este sentido vino a «dividir», a poner en «crisis» —pero de modo saludable— la vida de sus discípulos, destruyendo las fáciles ilusiones de cuantos creen poder conjugar la vida cristiana y la mundanidad, la vida cristiana y las componendas de todo tipo, las prácticas religiosas y las actitudes contra el prójimo”.[1]
Efectivamente, hoy no son pocas las personas que, llamándose cristianas, no están dispuestas a vivir la radicalidad del Evangelio. Estas personas pretenden vivir una vida cristiana a la medida de su egoísmo, buscando arrancar de la Buena Nueva las páginas que les incomodan, acomodando la Palabra del Señor a sus gustos y disgustos. Son falsos cristianos, que no están dispuestos a pagar el precio de ser coherentes con el Evangelio. Pretenden vivir una vida cristiana sin problemas, sin exigencias, sin cruz. A todas luces pretenden vivir una “falsa paz”.
A estas personas, el Señor ha venido “a dividir”, “a poner en crisis”, a cuestionar, a quitarles su “falsa paz”, porque la paz que Jesús ha traído se basa en la Verdad que hoy en día incomoda a muchos. La paz que Cristo ha traído, brota como un fruto hermoso de la obediencia a la Verdad, tanto a la inscrita en nuestra propia naturaleza, como a la sobrenatural revelada por Dios mismo. Por eso el Señor fue claro en decirnos: “La paz os dejo, mí paz os doy; pero no os la doy como la da el mundo” (Jn 14, 27).
Jesús, ha venido a denunciar aquella “falsa paz” que el mundo de hoy pretende ilusamente construir en base al “consenso” de las mayorías. Esta paz, nunca será la “Paz de Cristo”, pues en temas de fe y moral, es decir, en temas que comprometen a la salvación eterna de la persona humana y de su dignidad, el consenso o la dictadura de la mayoría, no es la Verdad. Con el consenso han venido males terribles a la humanidad, bástenos citar como ejemplos, el divorcio, el aborto, la eutanasia, el mal llamado matrimonio homosexual, la ideología de género, la legalización de la droga, etc.
Por eso, como manifestó San Juan Pablo II: “Tenemos que defender la Verdad a toda costa, aunque volvamos a ser solamente doce”. En efecto, la Iglesia no puede ni debe contemporizar con el mundo o acomodarse a él.
Hoy en día, en que vivimos inmersos en un relativismo asfixiante, que no reconoce nada como definitivo, el cual deja como última medida sólo al propio yo con sus caprichos, se hace urgente anunciar la Verdad, aunque ésta genere incomodidad, porque nuestra misión como cristianos no es la de complacer a la mayoría, ni de decirles a los hombres de hoy lo que quieren oír, sino, siguiendo el ejemplo de los verdaderos profetas del Antiguo Testamento, y sobre todo del mismo Señor Jesús, anunciar la Verdad salvífica, aunque ello nos acarree sufrimiento y persecución, como estamos viendo que ocurre hoy en día con la Iglesia en Nicaragua. Desde aquí nuestra solidaridad y oraciones por sus pastores y su pueblo fiel. Es una Iglesia perseguida, por simplemente anunciar el Evangelio, el cual no agrada al dictador de turno. ¿Llegaremos a esta dura realidad en el Perú?
Para vivir con coherencia nuestra vida cristiana, tengamos siempre presente estas palabras del Señor Jesús: “Bienaventurados vosotros cuando los hombres los odien…por causa del Hijo del hombre…así hicieron vuestros padres con los profetas…Ay de vosotros cuando todos hablen bien de vosotros,…así hicieron vuestros padres con los falsos profetas” (Lc 6, 22.26). Los discípulos del Señor estamos llamados a confesar a Jesucristo, que es la Verdad (ver Jn 14, 6). Él es el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre.
Porque, “cuando no se confiesa a Jesucristo, se confiesa la mundanidad del diablo, la mundanidad del demonio…Cuando caminamos sin la Cruz, cuando edificamos sin la Cruz, y cuando confesamos a un Cristo sin Cruz, no somos discípulos del Señor: somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor”.[2]
Para concluir, en el Evangelio de hoy, el Señor Jesús nos dice: “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido” (Lc 12, 49). El fuego del cual habla Jesús es el fuego del Espíritu Santo, quien está presente y operante en nosotros desde el día de nuestro Bautismo. Este fuego divino es una fuerza creadora que purifica y renueva, que es capaz de quemar toda miseria humana, todo egoísmo, todo pecado, y que nos transforma desde dentro, regenerándonos. De ahí el deseo vehemente del Señor porque ya esté ardiendo en el corazón de todos nosotros, y desde nosotros en la tierra. Este fuego divino, que Jesús encendió con su misterio pascual, lo derramó el Señor el día de Pentecostés sobre su Iglesia, dándonos la capacidad de amar como Él, así como el valor y fervor para anunciarlo sin miedo en los tormentosos mares del mundo de hoy.
“En este momento, pienso también con admiración sobre todo en los numerosos sacerdotes, religiosos y fieles laicos que, por todo el mundo, se dedican a anunciar el Evangelio con gran amor y fidelidad, no pocas veces a costa de sus vidas. Su ejemplar testimonio nos recuerda que la Iglesia no necesita burócratas y diligentes funcionarios, sino misioneros apasionados, devorados por el entusiasmo de llevar a todos la confortante palabra de Jesús y su gracia. Este es el fuego del Espíritu Santo. Si la Iglesia no recibe este fuego o no lo deja entrar en sí, se convierte en una Iglesia fría o solamente tibia, incapaz de dar vida, porque está compuesta por cristianos fríos y tibios”.[3]
Que nuestra Madre Santa María, nos ayude a que el fuego que ha traído Jesús nos purifique el corazón, para así encenderlo en la tierra mediante el anuncio del Evangelio, y las opciones de vida decididas y valientes. Que Ella nos guie y auxilie en todo momento para dar un resuelto testimonio de la Verdad, única fuente de la auténtica paz que tanto busca el corazón del hombre y la humanidad. Amén.
San Miguel de Piura, 14 de agosto de 2022
Domingo XX del Tiempo Ordinario
[1] S.S. Francisco, Angelus, 18-VIII-2019.
[2] S.S. Francisco, Homilía con los Cardenales, 14-III-2013.
[3] S.S. Francisco, Angelus, 14-VIII-2016.
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