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«COMO JESÚS, SEAMOS BUENOS SAMARITANOS»

Arzobispo celebra Santa Misa Dominical

10 de julio del 2022 (Oficina de Prensa).- Con profundo recogimiento una gran cantidad de fieles se congregaron hoy domingo en la Basílica Catedral de nuestra ciudad para participar de la Santa Misa que fue presidida por nuestro Arzobispo Metropolitano Monseñor José Antonio Eguren Anselmi S.C.V.

Durante su homilía, Monseñor Eguren destacó que: «Jesús nos llama a nosotros, sus discípulos, a convertirnos en prójimo de cualquier persona en necesidad, sea conocida o desconocida, creyente o no creyente, compatriota o forastero, santo o pecador. Nadie debe ser discriminado de nuestro amor. La caridad no hace distinción, preferencia o clasificación de personas para ver quién es prójimo y quien no. Todos estamos llamados a recorrer el mismo camino del buen samaritano, quien es en el fondo el mismo Jesús, quien, siendo Dios, en la Cruz se ha inclinado sobre nosotros, muertos por el pecado, para darnos vida por medio de su amor redentor y salvador, y para que nosotros, sus discípulos, podamos amarnos como Él nos ha amado».

A continuación, les ofrecemos la homilía completa que pronunció nuestro Pastor hoy: 

“Como Jesús, seamos buenos samaritanos”

El Evangelio de hoy Domingo (ver Lc 10, 25-37), contiene una de las enseñanzas medulares del Señor Jesús. Leamos la presentación que de ella nos hace San Lucas: “Se levantó un legista, y dijo para ponerle a prueba: Maestro, ¿que he de hacer para tener en herencia vida eterna?” (ver Lc 10, 25). Quien le hace la pregunta a Jesús es un especialista en la ley judía. Quiere examinar al Señor, que tanto sabe de la ley, y con este fin le hace esta pregunta fundamental.

Pero la pregunta de este experto en la ley, en el fondo está mal planteada, porque no hay nada que el hombre pueda hacer con su solo esfuerzo humano para merecer la vida eterna, es decir, para participar en la vida de Dios, que es Uno y Trino. No hay esfuerzo humano que pueda alcanzar por sí solo este bien. Lo único que podemos hacer es acogerlo con gratitud, como un don, como una gracia, absolutamente inmerecida, que Cristo, Dios y hombre verdadero, nos ha alcanzado con su misterio pascual, es decir, con su pasión, muerte y resurrección. Jesús podría haberle contestado al legista de esta manera, pero le devuelve la interrogante, con el deseo se saber qué mentalidad lo ha movido a preguntarle. Por eso le pregunta: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?” (Lc 10, 26), a lo que el maestro de la ley responde: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10, 27).

La respuesta sorprende al Señor Jesús, porque con ella el maestro de la ley ha superado la mentalidad judía, porque los mandamientos que ha citado como los más importantes, el amor a Dios y al prójimo, son imposibles de cumplir sin la ayuda de la gracia divina. Prueba de ello es que, a pesar de tan buenos propósitos que hace el hombre de hoy, en nuestro mundo hay guerras, violencia, injusticias, egoísmo, mentira, etc. Vemos claramente que no todos los hombres acogen con fe y humildad la gracia de Dios, para poder amarlo por encima de todo, y al prójimo como a uno mismo. Esto incluso lo constatamos en nuestra propia vida cristiana, de que aún nos falta mucho para abrirnos y dejarnos transformar por el Amor de Dios, y así ser presencia viva de su Amor, que todo lo transforma, y a todo le da vida.

Pero volviendo a nuestro Evangelio dominical, Jesús ve que el maestro de la ley ha respondido sensatamente y por eso le dice: “Bien has respondido. Haz eso y vivirás” (Lc 10, 28). Aquí hubiera podido terminar nuestra escena evangélica, pero el legista para justificarse, le pone a Jesús una segunda pregunta o dificultad: “Y ¿quién es mi prójimo?” (Lc 10, 29). Recordemos que para los judíos “prójimo”, sólo era el compatriota o conciudadano. Esto da pie a que Jesús nos proponga la hermosa parábola del “Buen Samaritano”. Jesús no da una respuesta teórica, sino más bien una respuesta existencial. La parábola del Buen Samaritano, constituye una lección magistral de Jesús, y una invitación del Señor a descubrir como prójimo a todo hombre necesitado de nuestro amor y misericordia, sin distinción alguna de raza, sexo, credo, nacionalidad, condición, etc.   

En la parábola, además del hombre asaltado en el camino y dejado medio muerto (ver Lc 10, 30), aparecen tres personajes: un sacerdote judío, descendiente de Aarón, hermano de Moisés, y responsable en el templo de los ofertorios cotidianos, y en las grandes  festividades, de ofrecer los sacrificios; un levita, es decir, un miembro de la tribu de Leví, el tercer hijo de Jacob, que eran los únicos encargados del servicio del Tabernáculo, lugar del templo donde se preservaba el Arca de la Alianza, y donde se custodiaban las reliquias del Éxodo, es decir, las Tablas de la Ley, la vara de Aarón y el maná; y finalmente, un simple samaritano. Curiosamente los dos primeros personajes, el sacerdote y el levita, están ligados al culto a Dios, y por tanto al amor debido a Él, pero por su actitud, no entienden, que el amor a Dios y al prójimo, son las dos caras de una misma moneda y que son inseparables.

Al igual que el sacerdote y el levita, el samaritano tenía sus compromisos y sus cosas por hacer, pero mientras que los dos primeros hicieron un rodeo, y se desentendieron del pobre hombre asaltado, golpeado, y moribundo en el camino, el samaritano fue el único que tuvo compasión de este hombre, y practicó la misericordia con él, a pesar de que era judío, ya que la parábola claramente nos señala que bajaba de Jerusalén a Jericó (ver Lc 10, 30). Como bien sabemos, los samaritanos no se llevaban bien con los judíos. Pero este samaritano tuvo compasión, es decir, su corazón y sus entrañas se conmovieron, mientras que los corazones de los otros dos, el sacerdote y el levita, se quedaron fríos e indiferentes frente a la desgracia del pobre hombre abandonado a su suerte en el camino.

En la parábola, Jesús describe la compasión del samaritano con finos detalles de calidez, dedicación y de compromiso personal: Se le acercó, le vendó las heridas, le montó en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada, cuidó de él, lo confió al posadero, con la promesa de volver y pagarle todos los posibles gastos extras (ver Lc 10, 33-35). Se trata de una actitud preciosa de solidaridad. Preguntémonos: Nuestra misericordia, compasión y solidaridad con los que padecen necesidad, ¿es así de fina y rica en detalles? ¿O más bien es precipitada, fría e impersonal? Frente al sufrimiento y a la necesidad de los demás, sea de propios o extraños, de conocidos o desconocidos, ¿paso con indiferencia, haciendo el rodeo del no compromiso? O más bien, ¿mi corazón se mueve a la compasión, se mueve a la misericordia, al compromiso afectivo y efectivo con el sufrimiento del hermano, y asumo el dolor y la necesidad del otro como propia?

Como nos dice el Papa Francisco, “el samaritano actúa con verdadera misericordia: venda las heridas de aquel hombre, lo lleva a una posada, se hace cargo personalmente y provee para su asistencia. Todo esto nos enseña que la compasión, el amor, no es un sentimiento vago, sino que significa cuidar del otro hasta pagar en persona. Significa comprometerse realizando todos los pasos necesarios para «acercarse» al otro hasta identificarse con él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Este es el mandamiento del Señor”.[1]

Podemos decir que el corazón del samaritano estaba en sintonía con Dios, y por eso fue misericordioso y compasivo con el prójimo.

La Sagrada Escritura nos presenta al Señor como compasivo y misericordioso, como Aquel que se apiada de nosotros, se conmueve de nuestras miserias, y actúa en nuestro favor con amor. En el Evangelio, Jesús se movió a compasión muchas veces: Él tiene compasión de la muchedumbre (Mt 9, 36; 14,14), de la viuda de Naím (Lc 7, 13), del leproso (Mc 1, 40-42), de los ciegos (Mt 20, 34). Jesús, como Dios verdadero, refleja a la perfección el amor de su Padre por nosotros. Más aún, Él es la misericordia encarnada, el Buen Samaritano. Por tanto, la clave para amar al prójimo y ser misericordiosos, pasa por llevar una vida de unión con el Señor por la fe, la oración y los sacramentos. El que está en comunión de vida con Él, ama a su prójimo.

El Señor Jesús termina la parábola del Buen Samaritano, devolviéndole la pregunta al maestro de la ley: “¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?” (Lc 10, 36). La respuesta es evidente: El que practicó la misericordia. A lo que Jesús sentencia: “Vete y haz tú lo mismo” (Lc 10, 37).

Queridos hermanos: Jesús nos llama a nosotros, sus discípulos, a convertirnos en prójimo de cualquier persona en necesidad, sea conocida o desconocida, creyente o no creyente, compatriota o forastero, santo o pecador. Nadie debe ser discriminado de nuestro amor. La caridad no hace distinción, preferencia o clasificación de personas para ver quién es prójimo y quien no. Todos estamos llamados a recorrer el mismo camino del buen samaritano, quien en el fondo es el mismo Jesús, que siendo Dios, en la Cruz se ha inclinado sobre nosotros, muertos por el pecado, para darnos vida por medio de su amor redentor y salvador, y para que nosotros, sus discípulos, podamos amarnos como Él nos ha amado. No hay que olvidar que la Cruz, “es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre (…). La Cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre”.[2]

Que María Santísima, vida, dulzura y esperanza nuestra, vuelva siempre hacia nosotros, esos sus ojos misericordiosos, para que después de este destierro, nos muestre a Jesús, fruto bendito de su vientre. Amén.

San Miguel de Piura, 10 de julio de 2022
XV Domingo del Tiempo Ordinario

[1] S.S. Francisco, Audiencia General, 27 de abril de 2016.

[2] San Juan Pablo II, Carta Encíclica Dives in Misericordia, n. 8.

Puede descargar el archivo PDF de esta Homilía AQUÍ

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