Homilía en la Vigilia Pascual
04 de abril de 2015 (Oficina de prensa).- Cientos de fieles abarrotaron la Catedral de Piura y con profundo gozo se dispusieron a celebrar la Solemne Vigilia Pascual, en la que conmemoramos la Resurrección de Cristo y su victoria sobre el pecado y la muerte. La solemne celebración eucarística fue presidida por nuestro Arzobispo Monseñor José Antonio Eguren Anselmi, S.C.V., quien exhortó a los presentes a “alabar a Dios con alegría porque Cristo venció a la muerte y al pecado y nos trae la luz y la salvación a nuestras vidas.”
Monseñor Eguren bendijo el fuego nuevo en el atrio de la Catedral y tras el ingreso procesional con el cirio pascual y el canto del pregón pascual, presidió la Liturgia de la Palabra en la que se recuerdan las maravillas que Dios ha realizado para salvar al primer Israel, y cómo en el avance continuo de la Historia de la salvación, al llegar la plenitud de los tiempos, envió al mundo a su Hijo, para que, con su muerte y resurrección, salvara a todos los hombres. También pidió una oración especial por los perseguidos y martirizados por su fe en Cristo que pasan terribles momentos en África y Medio Oriente.
Durante esta celebración un grupo de once catecúmenos recibieron de manos de nuestro Pastor el Santo Bautismo y los demás sacramentos de Iniciación Cristiana (Confirmación y Eucaristía). Nuestro Arzobispoles alentó a “atesorar este acontecimiento como el más importante de sus vidas, pues han recibido por el Bautismo la vida de Cristo, el hombre nuevo y perfecto y la vida eterna”.
Finalmente, nuestro Arzobispo dijo a todos los presentes: «¡Feliz Pascua! Que el Señor resucitado colme nuestras vidas de esperanza, de aquella que brota de saber que Él ha resucitado y ha vencido para siempre el pecado y la muerte.” Monseñor Eguren celebró la Misa de Pascua de Resurrección en Catacaos a las 4.00 am, y en la Parroquia de Nuestra Señora del Tránsito de Castilla a las 8.00 am. A continuación les ofrecemos el texto completo de la homilía que pronunció nuestro Pastor:
VIGILIA PASCUAL
Homilía
¡Nuestra vida no termina ante la piedra de un sepulcro!
Muy queridos hermanos y hermanas:
La gran Vigilia de Pascua la hemos comenzado en tinieblas, símbolo que a veces la oscuridad de la noche parece penetrar en el alma y dominarnos. En ciertas ocasiones pensamos que ya no hay nada que hacer y el corazón no encuentra la fuerza para amar y vivir. Pero en esa oscuridad Cristo enciende el fuego del amor de Dios en nuestras vidas, simbolizado en el cirio encendido que llevamos en nuestras manos en esta noche santa. Un resplandor rompe las tinieblas y anuncia un comienzo. La piedra del dolor se remueve, dejando espacio a la esperanza. ¡Este es el gran misterio de la Pascua!
En esta noche de Pascua, la Iglesia nos entrega la luz del Resucitado, para que no tengamos el pesar de aquellos que dicen “ya no más”, sino más bien la esperanza de los que están abiertos a un presente lleno de futuro: Cristo ha vencido a la muerte y nosotros con Él. ¡Nuestra vida no termina ante la piedra de un sepulcro![1], más bien nuestra fe en el Señor Resucitado transforma nuestra vida, la libera del miedo, la da firme esperanza, la anima por aquello que da pleno sentido a la existencia: el amor de Dios.[2]
Queridos hermanos y hermanas: La buena noticia que anuncia el ángel a las santas mujeres, sentado a la derecha de la tumba vacía (ver Mc 16, 1-8), también se nos anuncia a nosotros en esta noche santa: ¡Cristo ha resucitado! ¡Cristo ha vencido!, y por tanto mi vida tiene futuro. No más dominio de Satanás, no más esclavitud al pecado, ya no soy más un ser para el fracaso y la muerte, sino para la felicidad y la vida eterna.
El anuncio del ángel de la resurrección es como esa pequeña flama de fuego de nuestros cirios encendidos, pequeña pero capaz de penetrar en la tiniebla más densa y oscura de mi existencia, y abrirse paso de manera decidida iluminándolo todo y encendiendo en mi la esperanza de que la vida vale la pena de ser vivida cuando se la vive con el Señor Jesús resucitado.
La resurrección gloriosa del Señor Jesús es la derrota definitiva del pecado y de la muerte, es la irrupción desbordante de la victoria y la alegría. Por eso brota esta noche el grito de ¡Aleluya!, que más que una palabra con contenido concreto es un clamor de alegría inefable por el triunfo, por la luminosidad y por la frescura que ha adquirido la vida, porque todo participa de la claridad esperanzadora del amanecer del Resucitado.
Convéncete querido hermano de esta buena nueva, especialmente tú que vives presa de tus tristezas y angustias: ¡Verdaderamente ha resucitado el Señor!
Desde hace dos mil años el pueblo fiel de Dios que peregrina por la tierra viene afirmando con su vida esta realidad y por ello no hay atadura de la que Cristo resucitado no pueda soltarte (“y vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas sino enrollado en un sitio aparte” Jn 20, 6-7); no hay carga por más pesada que ésta sea y que esté oprimiendo tu corazón de la cual el Señor resucitado no pueda liberarte (“al mirar vieron que la piedra estaba corrida, y eso que era muy grande” Mc 16, 4); no hay pecado que el Señor de la Vida no pueda perdonarte haciendo de tu existencia una vida santa y nueva (“lo mismo vosotros considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 6, 11).
Que la Luz del Resucitado disipe de nuestros corazones todo desesperanza, tristeza y desaliento y nos traslade a la alegría, a la verdadera alegría, aquella que no está en el hartazgo y saturación del consumismo sino en la palabra que el mismo Cristo esta noche santa nos proclama produciendo en nosotros el asombro y el estupor: “Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo” (Lc 24, 39).
Hermanos: No nos limitemos a conmemorar la Pascua del Señor. Entremos en su misterio, atrevámonos a resucitar con Jesús a una vida santa, aquella que fue sembrada en nosotros el día de nuestro bautismo y que es nutrida constantemente por los demás sacramentos, especialmente por la Eucaristía.
Contentarse con menos que la santidad es de mediocres, no de cristianos, llamados a ser otros Cristo, y así “luz para el mundo y sal para la tierra” (ver Mt 5, 13-14).
A los catecúmenos
Quisiera dirigir ahora unas breves palabras a nuestros queridos catecúmenos a quienes dentro de poco la Madre Iglesia les comunicará el gran don de la vida divina. Queridos hijos: Por diversos caminos la divina Providencia los ha traído aquí para recibir los Sacramentos de la iniciación cristiana: el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. Entran así a formar parte de la Iglesia, son consagrados con el óleo de la alegría y podrán alimentarse con el Pan del cielo. Sostenidos por la fuerza del Espíritu Santo, perseveren en su fidelidad a Cristo y proclamen con valentía su Evangelio.
Oración por los perseguidos y martirizados a causa de su fe
Finalmente les pido en esta noche santa un recuerdo en la oración por nuestros hermanos perseguidos, decapitados y crucificados por su fe en Jesús en Kenia y Medio Oriente, martirizados con frecuencia con el silencio cómplice de la comunidad internacional. No dejemos de rezar por ellos, por su fidelidad y testimonio.
Hace pocos días el Arzobispo de Erbil en Irak, Monseñor Bashar Mati Warda, decía de manera conmovedora: “Estamos preparados para el martirio”. Fue entonces cuando recordé una cita de San Atanasio que nos ayuda a comprender por qué un cristiano no le tiene miedo a la muerte.
Es un texto que expresa con gran fuerza la energía triunfal de la que participan los cristianos gracias a su fe en el Resucitado. Dice este Padre de la Iglesia: “¡Todos los discípulos de Cristo desprecian la muerte y marchan contra ella sin temerla, pisándola como un muerto gracias al signo de la Cruz y a la fe en Cristo! En otro tiempo la muerte era espantosa. Después que el Salvador resucitó su cuerpo, la muerte ya no es temible. Todos los que creen en Cristo la pisan como si fuese nada y prefieren morir antes que renegar de la fe en Cristo…se burlan de ella y la insultan con las palabras: « ¿Dónde está, oh muerte tu victoria? ¿Dónde está, oh infierno, tu aguijón?»”.[3]
Concluyo con una mirada y un pensamiento a la Virgen María, que ayer contemplábamos como la “Virgen Dolorosa” y hoy como “Nuestra Señora de la Alegría”. Que María, testigo privilegiado del acontecimiento de la Resurrección, nos ayude a todos a caminar en una vida nueva. Que nos haga conscientes de que nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Cristo y que por tanto muertos al pecado debemos considerarnos y comportarnos como hombres nuevos, es decir como personas que viven para Dios y para los hermanos en Jesucristo (ver Rom 6, 4.11).
Amén. ¡Aleluya!
Pascua de Resurrección
[1] Ver S.S. Francisco, Audiencia general de los miércoles, 01-IV-2015.
[2] Ver S.S. Benedicto XVI, Audiencia general de los miércoles, 11-IV-2012.
[3] San Atanasio, De incarn. Verbi, 20-21.