Homilías

HOMILÍA EN LA SANTA MISA CRISMAL 2014

“¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía!” (Sal 133,1)

Muy queridos hermanos y hermanas en Jesucristo:

La Misa Crismal es como un anticipo de la gran solemnidad de la Vigilia Pascual, es una celebración peculiar y única en cada diócesis donde el Obispo junto con sus sacerdotes consagra el Crisma y bendice los Óleos de los catecúmenos y de los enfermos. Todo el pueblo cristiano es convocado para participar en ella ya que esta Eucaristía revela la dignidad que tienen todos los discípulos del Señor por su santificación bautismal.

Efectivamente en el bautismo hemos sido ungidos por el Espíritu Santo y hemos quedado configurados íntimamente con Cristo, el Ungido del Señor, para convertirnos, como dice la primera carta del apóstol Pedro en “linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido por Dios para anunciar las alabanzas de Aquél que nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pe 2, 9). De esta manera, celebrando la dignidad sacerdotal, profética y real de todo el Pueblo de Dios, la liturgia de hoy quiere además dar un relieve especial al sacerdocio ministerial.

Por ello parte importante en esta celebración será la renovación de las promesas sacerdotales que harán todos los presbíteros aquí presentes, a quienes quiero dirigirme de manera especial el día de hoy.

La fraternidad sacerdotal

Queridos hijos sacerdotes: Quisiera este año, dedicarme a reflexionar con ustedes en un tema de gran importancia, pues de él depende en gran parte nuestra fidelidad y fecundidad sacerdotales. Es el tema de nuestra fraternidad. Ya en el Evangelio el Señor Jesús rezaba por nuestra unidad en el amor fraterno con estas conmovedoras palabras, surgidas de su corazón sacerdotal momentos antes de comenzar a vivir el misterio de su pasión, muerte y resurrección, el cual conmemoramos precisamente en estos días de Semana Santa: “Padre que todos sean uno, como tú en mí, y yo en ti; que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17, 21). De nuestra fraternidad depende que hagamos creíble al Señor Jesús. Ella es capaz de mover montañas de indiferencia y suscitar el don de la fe, con más eficacia que mil palabras y planes pastorales, ya que testimonia a nuestros hermanos humanos que el Señor Jesús es real, que Él es el Camino, la Verdad y la Vida; que el amor es real y que se puede vivir; que el Señor salva y reconcilia.

Pero, ¿de dónde brota la exigencia de nuestra fraternidad sacerdotal? El Concilio Vaticano II nos enseña que, “en virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, todos los presbíteros se unen entre sí en íntima fraternidad, que debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal, en las reuniones, en la comunión de vida, de trabajo y de caridad”.1 Del texto conciliar podemos apreciar entonces que la fraternidad sacerdotal se funda como exigencia en la raíz sacramental de los presbíteros y en la unidad en la común misión. Sacramentalidad y misión común, he ahí los fundamentos de nuestra fraternidad sacerdotal.

En efecto, en virtud del sacramento del Orden, “cada sacerdote está unido a los demás miembros del presbiterio por particulares vínculos de caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad”.2 La fraternidad sacerdotal es exigencia de aquella comunión que el Espíritu Santo ha forjado en nosotros cuando fuimos incorporados al único y eterno sacerdocio del Señor Jesús por la imposición de manos y la oración consecratoria de nuestro Obispo. Asimismo por la común misión que estamos llamamos a realizar en la Iglesia y en mundo, podemos decir que la fraternidad sacerdotal tiene un claro punto de referencia en el hecho de que los sacerdotes, en cuanto primeros colaboradores del Obispo, comparten con él y bajo él una misma misión, un mismo peso evangelizador, que no es otro sino edificar el Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, hasta su plenitud.

La colaboración y ayuda mutua de los sacerdotes entre sí y la unión con su Obispo, no sólo es condición necesaria para la fecundidad evangelizadora sino que es además presupuesto de la caridad pastoral. Así lo señala la Presbyterorum ordinis: “Así pues, la caridad pastoral pide que para no correr en vano, trabajen siempre los presbíteros en vínculos de comunión con los obispos y con los otros hermanos en el sacerdocio”.3

Por todo ello, el presbiterio debe ser considerado por cada sacerdote como verdadera familia suya a la cual está unido por los vínculos de la gracia del Sacramento del Orden que ha recibido.4 El presbiterio es entonces el lugar privilegiado en el cual cada sacerdote puede y debe encontrar los medios necesarios para su formación permanente, para su santificación y para su misión apostólica. El presbiterio tiene que ser ese ámbito donde cada sacerdote debe ser ayudado a superar los límites de su propia condición humana, a morir a su pecado y a enfrentar y vencer aquellos problemas propios de nuestro tiempo, como son el individualismo, la subjetivismo, la soledad, la desesperanza, el hedonismo, el materialismo, etc. En resumen: El espacio donde vivamos la amistad en Cristo y donde cada uno sea para el otro un camino que lo conduzca continuamente al Señor, quién es la razón de ser de nuestro sacerdocio ministerial.

Pero les preguntó: ¿Realmente nos descubrimos y experimentamos como parte de un sólo presbiterio? ¿Vivimos realmente la fraternidad sacerdotal como signo de aquella comunión que el Espíritu ha forjado tan admirablemente en nosotros al concedernos participar del sumo y eterno sacerdocio del Señor? ¿Cultivamos y vivimos maduras y profundas amistades sacerdotales? ¿Nos preocupamos de manera especial por aquellos hermanos en el sacerdocio que se encuentran necesitados de especial ayuda y apoyo?

Igualmente les pido que se examinen con sinceridad: ¿Favorecemos con nuestra conducta la comunión fraterna dando y recibiendo de sacerdote a sacerdote el calor de la amistad, de la asistencia afectuosa, de la comprensión, de la corrección fraterna?5 ¿Ayudamos a nuestros hermanos presbíteros en sus tareas pastorales y me dejo ayudar por ellos? ¿Somos artesanos de fraternidad y trabajamos incansablemente por la felicidad de nuestros hermanos con discreción y humildad pero con efectividad, buscando construir sobre la fe la comunión anhelada? ¿Somos con nuestro ejemplo de una vida sacerdotal coherente, aliento para que mis hermanos sacerdotes crezcan en santidad de vida? ¿Sabemos perdonar, dar y servir antes que exigir? O más bien vivimos esa triste realidad del “Yo me junto sólo” y caemos con frecuencia en la tentación de vivir nuestro sacerdocio de modo aislado y subjetivo y no tenemos solicitud y asistencia por nuestros demás hermanos presbíteros.

Si bien cada sacerdote ha de sentir gran alegría y satisfacción en ser servidor de todas las almas, en primer lugar lo debe ser de sus hermanos sacerdotes. Sí queridos hijos, esta es nuestra primera misión: amar a nuestros hermanos sacerdotes. No olvidemos que el sacerdote como todo fiel cristiano necesita de ayuda, amistad y consejo espiritual ante las dificultades personales y pastorales para poder vivir con fidelidad la gracia de su ministerio, resumidas en las promesas sacerdotales que hoy renovaremos y que hemos acogido libremente a perpetuidad. Vivir la fraternidad sacerdotal es una forma muy concreta de cooperar activamente con la gracia del sacramento del Orden para que se haga realidad la hermosa exhortación que se pronunció sobre nosotros el día de nuestra ordenación al final del rito de nuestras promesas sacerdotales: “Dios que comenzó en ti la obra buena, Él mismo la lleve a término”.

La murmuración rompe la unidad

En este punto de nuestra reflexión también es oportuno preguntarnos: ¿Soy leal y obediente con mi Obispo y reverente con mis hermanos sacerdotes? O es la murmuración, la envidia, la intriga, el "carrerismo", la queja fácil y la hipocresía lo que avinagra y corrompe mi corazón sacerdotal. La murmuración rompe la unidad y la armonía y fomenta el desaliento (ver Nm 13, 32-33; 14, 1-38); lleva a la desobediencia y a la condenación porque viene de la carne y no del Espíritu (ver Rom 8, 1-2; 1 Cor 10, 10).

Ella siempre anda rodeada de una pandilla de taras espirituales como son la inconformidad, la ira, el enojo, la amargura, el odio, la manipulación, la cobardía y los complejos. Por ello que nunca cruce por tus labios una palabra contra tus hermanos más bien procura con esmero respetarlos recordando siempre que por ellos también Jesús derramó su Sangre en la Cruz. No hables con malicia ya que cada palabra en esa línea te hace retroceder en tu camino de pleno encuentro con el Señor. Que el chisme nunca manche tu boca, ni tu oído, ni tu corazón. Aleja de ti todo espíritu de murmuración y de intriga. Huye rápidamente de toda controversia innecesaria o mezquina como de una tentación grave. No te permitas antipatías ni venganzas. Más bien abre tu corazón a tu Obispo y a tus hermanos sacerdotes y se obediente, abnegado y generoso. Si crees que no tienes nada que ofrecer, yo te digo que tienes tiempo, paciencia y amistad que dar, riquezas tal vez más valiosas que los bienes que dices no tener.

Igualmente vence el subjetivismo, las susceptibilidades, el espíritu de independencia, la curiosidad, la acepción de personas (es decir los compadrazgos), el egoísmo, la presunción, la arrogancia de creerte mejor que los otros, y la propensión a señalar los yerros de los demás pero nunca a reconocer los propios. Más bien se humilde y sencillo y ama a todos tus hermanos sacerdotes procurando hacerles en cada momento todo el bien que esté a tu alcance, según el máximo de tus posibilidades y capacidades.

Queridos hijos: Sin unidad no hay esperanzas de un apostolado audaz como exige la nueva evangelización del tercer milenio de la fe.

El día que fuimos ordenados prometimos respeto y obediencia a nuestro Obispo y a sus sucesores. Pero la obediencia, “madre y tutora de todas las demás virtudes”6, hay que vivirla con “respeto” y el respeto brota del reconocimiento de que alguien tiene valor, significado e importancia para mí, en este caso el Obispo como principio y fundamento de unidad en su Iglesia particular. El sacerdote tiene una “obligación especial de respeto y obediencia al Sumo Pontífice y al propio Ordinario”.7

Quiero reiterarles una vez más mi disponibilidad para servirlos y ayudarlos en todo. Pedirles perdón si alguno de ustedes considera que no le he ayudado, atendido y sostenido lo suficiente como verdadero padre que soy de ustedes. Asimismo les reafirmo mi gratitud por su generosa entrega y confío que siempre demos al Pueblo de Dios un testimonio claro de comunión, fidelidad y santidad.

Forjar el corazón sacerdotal en el Inmaculado y Doloroso Corazón de María

“Todo presbítero sabe que María, por ser Madre, es la formadora eminente de su sacerdocio, ya que Ella es quien sabe modelar el corazón sacerdotal, protegerlo de los peligros, cansancios y desánimos. Ella vela, con solicitud materna, para que el presbítero pueda crecer en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres (ver Lc 2, 40)”.8 Por ello forjemos siempre nuestro corazón sacerdotal en el Inmaculado y Doloroso Corazón de Santa María.

No nos cansemos de mirar siempre a María. Como hijos verdaderos y predilectos suyos que somos, amémosla con profunda piedad filial, es decir con los sentimientos nobles y puros del Sagrado Corazón de Jesús. Sólo así seremos ministros humildes, pobres, obedientes y castos del Señor; viviremos la donación total de nuestras vidas a Cristo y a Su Iglesia, y se hará realidad en nosotros la bella expresión del Salmista: “¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía!” (Sal 133, 1).

Que así sea. Amén.

San Miguel de Piura, 15 de abril de 2013
Martes Santo – Santa Misa Crismal 
 

 

1. Constitución Lumen gentium, n. 28.

2. S.S. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Pastores dabo vobis, n. 17.

3. Decreto Presbyterorum ordinis, n. 14.

4. S.S. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Pastores dabo vobis, n. 74.

5. Ver Congregación para el Clero, Directorio para el Ministerio y la Vida de los Presbíteros, n. 36.

6. San Agustín, La Ciudad de Dios, XIV, 12.

7. Código de Derecho Canónico, can. 273.

8. Congregación para el Clero, Directorio para el Ministerio y la Vida de los Presbíteros, n. 85.

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