¿Quiénes somos nosotros, los cristianos, en medio del mundo? ¿A qué estamos llamados? La Sagrada Escritura nos ofrece respuestas iluminadoras a esas preguntas. Y conviene meditar en ellas para no caer en el error de vivir sin identidad, sin raíces y sin rumbo. El tiempo de la Cuaresma es precisamente ocasión privilegiada para renovarnos en la vivencia de un cristianismo más auténtico.
Durante cuarenta años, el pueblo caminó por el desierto buscando un objetivo claro: llegar a la “Tierra Prometida”, un lugar donde encontraría saciedad y paz. Y eso nos remite a la respuesta a aquella pregunta inicial: ¿a qué estamos llamados como cristianos? También nosotros tenemos un objetivo, que ya no es un lugar geográfico: nuestra meta es la vida eterna, la comunión plena con Dios. Sin embargo, encontramos muchos obstáculos en el camino. También nuestra vida cotidiana muchas veces se asemeja a un desierto, en el cual sufrimos hambre, sed, cansancio y muchas tentaciones. Surge entonces otra pregunta decisiva: ¿Vale la pena ser cristianos en el mundo, puesto que seguimos encontrando obstáculos, tentaciones, dolores y angustias?
De la misma manera como el antiguo pueblo de Israel marchó durante cuarenta años por el desierto para poder ingresar a la Tierra Prometida; la Iglesia, Nuevo Pueblo de Dios, se prepara para vivir y celebrar la Resurrección del Señor.
La Cuaresma, estos cuarenta días que la Iglesia dedica, año tras año, como preparación para las celebraciones de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, es un tiempo especial para profundizar con la fuerza del Espíritu en nuestra conversión personal y meditar en el sentido de los obstáculos y las tentaciones, de los sufrimientos y las dificultades de la vida. Pues si bien la vida cristiana es una aventura hermosa y llena de alegrías, nunca faltan las dificultades. ¿Qué sentido tienen, pues, el hambre y la sed, el cansancio y las pruebas en el peregrinar? Sólo la Cruz del Señor puede darnos una respuesta definitiva. Las prácticas del ayuno, la abstinencia o incluso los mismos avatares de la vida, son ocasiones propicias para ejercitarnos en la mortificación, unirnos a la Cruz de Cristo y encontrar, en Él, el sentido para el sufrimiento. Así, a lo largo de cuarenta días nos vamos disponiendo para acoger cada vez más profundamente en nuestras vidas el misterio central de nuestra fe. En efecto, la Cuaresma no es un viejo residuo de anticuadas prácticas ascéticas. Tampoco es un tiempo depresivo y triste. Se trata de un momento especial de purificación, para poder participar con mayor plenitud del misterio pascual del Señor (Rom 8, 17).
Tiempo de Conversión
La Cuaresma es un tiempo privilegiado para intensificar el camino de la propia conversión. Este camino supone cooperar con gracia para dar muerte al hombre viejo que actúa en nosotros. Se trata de romper con el pecado que habita en nuestros corazones, alejarnos de todo aquello que nos aparta del Plan de Dios y por consiguiente de nuestra felicidad y realización personal.
Conversión significa, pues, un cambio de rumbo integral, de toda nuestra vida, hacia la vida plena y reconciliada a la que nos ha llamado el Señor. Significa optar por Él sin miedos ni cobardías. Implica un cambio de mente, de criterios y actitudes, que tiene como primer paso la humildad. Es decir, implica caminar en la verdad, reconociéndonos pecadores necesitados constantemente de la gracia y del perdón de Dios.
En efecto, la vida cristiana no es otra cosa que hacer eco en la propia existencia de aquel dinamismo bautismal, que nos selló para siempre: morir al pecado para nacer a una vida nueva en Jesús, el Hijo de María (Jn 12, 24). Esa es la opción del cristiano: la opción radical coherente y comprometida, desde la propia libertad, que nos conduce al encuentro con Aquel que es Camino, Verdad y Vida (Jn 14, 6); encuentro que nos hace auténticamente libres, nos manifiesta la plenitud de nuestra humanidad.
Todo esto supone una verdadera renovación interior, un despojarse del hombre viejo para revestirse del Señor Jesús. En las palabras de Pablo VI: «Solamente podemos llegar al Reino de Cristo a través de la metanoia, es decir, de aquel íntimo cambio de todo el hombre -de su manera de pensar, juzgar y actuar- impulsados por la santidad y el amor de Dios, tal como se nos ha manifestado a nosotros este amor en Cristo y se nos ha dado plenamente en la etapa final de la historia».
Esta es la gran aventura de ser cristiano, a la cual todo hijo de María está invitado. Camino que no está libre de dificultades y tropiezos, pero que vale la pena emprender, pues sólo así el ser humano encuentra respuesta a sus anhelos más profundos, encuentra su propia felicidad.
Viviendo la Cuaresma
Durante este tiempo especial de purificación, contamos con una serie de medios concretos que la Iglesia nos propone y que nos ayudan a vivir la dinámica cuaresmal.
Ante todo, está la vida de oración, condición indispensable para el encuentro con Dios. En la oración, el creyente ingresa en el diálogo íntimo con su Señor, deja que la gracia divina penetre su corazón y, a semejanza de Santa María, se abre a la acción de Espíritu cooperando a ella con su respuesta libre y generosa (Lc 1, 38).
Asimismo, también debemos intensificar la escucha y la meditación atenta a la Palabra de Dios, La asistencia frecuente al sacramento de la Reconciliación y la Eucaristía, lo mismo la práctica del ayuno, según las posibilidades de cada uno.
La mortificación y la renuncia en las circunstancias ordinarias de nuestra vida, también constituyen un medio concreto para vivir el espíritu de Cuaresma. No se trata tanto de crear ocasiones extraordinarias, sino más bien, de saber ofrecer aquellas circunstancias cotidianas que nos son molestas, de aceptar con humildad, gozo y alegría, los distintos contratiempos que se nos presentan a diario. De la misma manera, el renunciar a ciertas cosas legítimas, nos ayuda a vivir el desapego y desprendimiento.
De entre las distintas prácticas cuaresmales que nos propone la Iglesia, la vivencia de la caridad ocupa un lugar especial. Así nos lo recuerda San León Magno: «estos días cuaresmales nos invitan de manera apremiante al ejercicio de la caridad; si deseamos llegar a la Pascua santificados en nuestro ser, debemos poner un interés especialísimo en la adquisición de esta virtud, que contiene en sí a las demás y cubre multitud de pecados».
Esta vivencia de la caridad debemos vivirla de manera especial con aquel a quien tenemos más cerca, en el ambiente concreto en el que nos movemos. De esta manera, vamos construyendo en el otro «el bien más precioso y efectivo, que es el de la coherencia con la propia vocación cristiana» (San Juan Pablo II).
Una de las recomendaciones es que vivamos más intensamente la práctica de la limosna. Pero el sentido de esa recomendación no se reduce a la ayuda material al más necesitado, sino que se refiere a algo mucho más amplio: significa también desprenderse de uno mismo, de lo que tenemos y de nuestros propios intereses, para entregarnos a los demás. Implica desarrollar nuestra “capacidad de compartir”. Quizás el servicio fraterno nos permite entender mejor qué significa la limosna, y qué significa ser cristianos: “En el servicio el amor se hace concreto”. Servir significa decir “sí” al amor, según el ejemplo del “Siervo de Dios” que se entregó por nosotros. Y es también un fuerte antídoto contra el pecado, puesto que la soberbia, madre de todos los vicios, se expresa en aquél demoniaco “non serviam”, “no serviré”.
La vivencia del amor exige de cada uno dar lo mejor de sí mismo. Sabemos que esa auto-donación no siempre es algo fácil, que a menudo nos cuesta un gran esfuerzo de desprendimiento, de entrega y renuncia. Pero sabemos también que, así como en la vida muchas veces las cosas más valiosas cuestan más, en el ámbito espiritual ocurre algo parecido, y por tanto, vale la pena vivir el auténtico amor a Dios y a los demás, pues el amor permanece para siempre, venciendo incluso a la muerte. Esa es también la lección que aprendemos en la Cuaresma, puesto que nos preparamos para celebrar la victoria del Amor de Cristo, que venció en la Cruz, y que brilló victorioso en la Resurrección.
En compañía de María
En este camino que nos prepara para acoger el misterio pascual del Señor, no puede estar ausente la Madre. María está presente durante la Cuaresma, pero lo está de manera silenciosa, oculta sin hacer notar, como premisa y modelo de la actitud que debemos sumir.
Durante este tiempo de Cuaresma, es el mismo Señor Jesús quien nos señala a su Madre. Él nos la propone como modelo perfecto de acogida a la Palabra de Dios. María es verdaderamente dichosa porque escucha la Palabra de Dios y la cumple (Lc 11, 28).
Vivamos en la Cuaresma ese buscar configurarnos con el Señor Jesús. Caminemos en compañía de María la senda que nos conduce a Jesús. Ella, la primera cristiana, ciertamente es guía segura en nuestro peregrinar hacia la configuración plena con su Hijo. No tengamos miedo a renunciar al pecado de forma radical, aprovechando las mortificaciones del camino para unirnos a su Cruz, y trabajando por crecer en la virtud, especialmente en la caridad a través del servicio fraterno.