“Si no nos convertimos, moriremos”
En el Evangelio de hoy (ver Lc 13, 1-9), Jesús repite hasta en dos oportunidades una frase que llama nuestra atención: “Si no os convertís, pereceréis del mismo modo” (Lc 13, 3.5). Es una advertencia que nos hace el Señor para nuestro bien, la cual es muy oportuna, porque nos encontramos a la mitad de la Cuaresma, y por lo tanto todavía a tiempo para ver si realmente estamos aprovechando este tiempo de gracia y misericordia para convertirnos. Recordemos que el Miércoles de Ceniza, cuando el sacerdote nos ponía la ceniza en la cabeza, nos decía: “Conviértete y cree en el Evangelio”. En el Evangelio de Marcos, estas son las dos primeras palabras que pronuncia Jesús (Mc 1, 14). La primera exhortación del Señor cuando inicia su ministerio público, es llamarnos a la conversión. Por eso preguntémonos: A la mitad del camino cuaresmal, ¿qué respuesta ha encontrado en mí este pedido del Señor?
Después de hacer memoria de los galileos que murieron a manos de Herodes, y de aquellas dieciocho personas que murieron por el desplome de la torre de Siloé (ver Lc 13, 1-4), Jesús nos cuenta la parábola de la higuera que no da fruto (ver Lc 13, 3-9). Tres años venía su propietario esperando con ilusión que diera fruto y nada, por eso el dueño decide cortarla, pero el viñador apela al buen corazón del propietario y le pide que tenga un poco más de paciencia: “Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas” (Lc 13, 8-9).
Si bien la higuera sin fruto simbolizaba la Ley judía y su esterilidad, también ella nos representa a nosotros. Pensemos si no en cuánta gracia ha derramado el Señor en nuestras vidas desde que nacimos y fuimos bautizados; cuánto amor y perdón nos ha prodigado; cuántas han sido las oportunidades que nos ha dado para convertirnos y cambiar de vida, y lamentablemente, debemos reconocerlo, nuestra respuesta a su misericordia y paciencia ha sido muy pobre y en algunos casos nula.
Queridos hermanos: Junto con el llamado de Jesús, escuchemos también la exhortación que al respecto nos hace San Pablo: “Os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios. Pues dice Él: En el tiempo favorable te escuché y en el día de salvación te ayudé. Mirad ahora el momento favorable; mirad ahora el día de salvación” (2 Cor 6, 1-2). Si bien el Señor es paciente y misericordioso con nosotros, esa paciencia, y con ella las oportunidades que nos concede para convertirnos, llegarán un día a su fin, cuando llegue el momento de nuestra muerte y seamos llamados a su presencia para ser juzgados por Él. Porque todos nosotros, tarde o temprano, deberemos comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno sea recompensado por sus hechos, de acuerdo con lo que hizo, sea bueno o sea malo (ver 2 Cor 5, 10).
“Si no os convertís, todos moriréis de la misma manera” (Lc 13, 3). La muerte de aquellos galileos a manos de Herodes, y la de los dieciocho fallecidos en el accidente de la torre de Siloé (ver Lc 13, 1-4), debieron de haber tenido gran impacto en los tiempos de Jesús, para que sus discípulos y el mismo Señor se refieran a ellos en el Evangelio.
¿Qué nos enseña Jesús a la luz de estos acontecimientos? En primer lugar, que las víctimas de la maldad del hombre mismo (lo estamos viendo estos días con horror en Ucrania), así como lo aquellos que mueren en accidentes, desastres naturales, o en una pandemia, no han muerto porque sean más pecadores que los demás. Todas estas personas, son tan pecadoras como nosotros. Lo que Jesús quiere acentuar en primer lugar es que la vida es muy frágil y precaria, que ninguno de nosotros tiene asegurado el mañana, y que, así como a ellos, nosotros no estamos libres de poder sufrir una desgracia igual.
Por eso conviene estar siempre en gracia de Dios, con el corazón libre de pecado, convertidos en todo momento al Señor y a su amor, rebosantes de obras de caridad y misericordia, para que, si de un momento a otro morimos y tenemos que comparecer ante Él, se pueda decir de nosotros lo que dice el libro del Apocalipsis de los bienaventurados: “Dichosos los muertos que mueren en el Señor…Que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan” (Ap 14, 13).
“Si no os convertís, todos moriréis de la misma manera” (Lc 13, 3). En segundo lugar, con esta sentencia, el Señor quiere advertirnos que más terrible que la muerte natural es la muerte espiritual, la cual puede conducirnos a la muerte eterna si no nos convertimos a tiempo, la cual comienza con una confesión sacramental sincera. La muerte espiritual sucede cuando vivimos en pecado mortal. Es ahí donde se cumple la terrible sentencia del libro del Apocalipsis: “Conozco tu conducta; tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto” (Ap 3, 1).
Acoger la exhortación del Señor en el Evangelio de hoy, supone entonces salir de nuestro pecado, y qué mejor que hacerlo en Cuaresma con nuestra confesión sacramental, aprovechando que Dios se muestra en este tiempo, “clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad…bueno y cariñoso con todas sus criaturas” (Sal 144, 8-9).
Finalmente, surge una pregunta legítima entre nosotros: Y, ¿qué es la conversión? ¿En qué consiste? La conversión es simplemente poner a Dios por encima de todo otro interés; es creer en el Evangelio; es creer en Jesús y creerle a Jesús; es compromiso diario por seguir a Cristo, haciendo en cada momento de nuestra vida lo que Él haría si estuviera en nuestro lugar; es cooperación activa con la gracia para poder vivir la radicalidad del Evangelio. Quien vive así, no perecerá.
En cambio, quien tiene su corazón adherido a las riquezas del mundo, o vive buscando la fama y el éxito humano, así como el poder terreno, ése está faltando gravemente al primer mandamiento, y perecerá porque ha basado su vida en aquello que es transitorio, efímero y fugaz, en aquello que como comienza termina.
Al contrario, quien tiene su corazón arraigado en el Señor y en el amor al prójimo, ése no teme a la muerte ni a mal alguno. Nada puede ser un desastre para él, porque su vida esta cimentada en la amistad con Dios, de la cual nada ni nadie nos puede separar; una amistad que nos abre a la vida eterna (ver Rom 8, 35-39).
San Luis, Rey de Francia en su testamento le escribió a su hijo estas hermosas palabras que grafican lo que acabamos de decir: “Hijo, amadísimo, lo primero que quiero enseñarte es que ames al Señor tu Dios con todo tu corazón y con todas tus fuerzas. Sin ello no hay salvación posible”.
Quiero concluir esta homilía con esta reflexión de nuestro querido Papa Francisco, sobre nuestro Evangelio dominical: “En esta Cuaresma podemos pensar: ¿Qué debo hacer para acercarme al Señor, para convertirme, para «cortar» las cosas que no van bien? «No, no, esperaré la próxima Cuaresma». Pero ¿estarás vivo la próxima Cuaresma? Pensemos hoy, cada uno de nosotros: ¿Qué debo hacer ante esta misericordia de Dios que me espera y que siempre perdona? ¿Qué debo hacer? Podemos confiar mucho en la misericordia de Dios, pero sin abusar de ella. No debemos justificar la pereza espiritual, sino aumentar nuestro compromiso de responder con prontitud a esta misericordia con sinceridad de corazón…Que la Virgen María nos ayude a vivir estos días de preparación para la Pascua como un tiempo de renovación espiritual y de confianza abierta a la gracia de Dios y a su misericordia”.[1]
Queridos hermanos: A la vez que avanzamos con confianza y decisión a la gran celebración de la Pascua, no dejemos de seguir rezando por la paz en Ucrania, y como lo he pedido en mi reciente carta circular, unámonos este viernes 25 de marzo, Solemnidad de la Anunciación del Señor, al Acto de Consagración de Rusia y Ucrania al Inmaculado Corazón de María, que presidirá el Papa Francisco, en el Vaticano, durante la Jornada de 24 Horas para el Señor.
Nunca olvidemos que la oración es la más poderosa de las armas, y más aún, si esta se dirige al Señor, por medio de Aquella que es la Madre de Dios y nuestra. El rezo del Santo Rosario y nuestra oración a San Miguel serán nuestras armas espirituales para alcanzar la victoria de la paz.
San Miguel de Piura, 20 de marzo de 2022
III Domingo de Cuaresma
[1] S.S. Francisco, Angelus, 24-III-2019.
Puede descargar el archivo PDF de la homilía pronunciada hoy por nuestro Arzobispo AQUÍ