Homilías Dominicales

HOMILÍA DEL ARZOBISPO METROPOLITANO EN EL DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO 2023

“Amar a Dios y al prójimo son inseparables” Domingo XXX del Tiempo Ordinario

El Evangelio de hoy Domingo (ver Mt 22, 34-40), nos ofrece la enseñanza más hermosa y profunda del Señor Jesús. El pasaje comienza señalándonos que los fariseos nuevamente se acercan a Él, no con buena intención, es decir, con deseos de encontrar la Verdad que los hará libres (ver Jn 8, 31-32), sino con la intención de ponerlo a prueba una vez más. Uno de ellos le formula la siguiente pregunta: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?” (Mt 22, 36). 

Cualquier judío conocía que el mandamiento mayor de la Ley era el que mencionó Jesús: “Él le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento” (Mt 22, 37-38). En efecto, este mandamiento, que recoge el libro del Deuteronomio, lo recitan diariamente los judíos piadosos a modo de oración: “Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Yahveh. Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy” (Dt 6, 4-6). 

Pero no bien termina Jesús de responderles, comienza una nueva enseñanza, y a través de ella, el Señor se revela como Aquel que ha nacido y venido a este mundo para dar testimonio de la Verdad (ver Jn 18, 37).

¿Cuál es esta nueva enseñanza? Jesús recoge de la Ley, un precepto que estaba un tanto olvidado y que tenía un sentido muy restringido. Por eso añade: “El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 39). En efecto, este mandamiento aparece en el libro del Levítico (ver Lev 19, 18), pero allí “prójimo” significa “el hijo de tu pueblo”. Para los judíos, entonces, el amor al prójimo quedaba limitado a vivirse sólo entre ellos. Jesús, en cambio, le da una extensión universal, y una importancia equivalente al primero y mayor.  

En efecto, en el Evangelio de San Lucas, cuando el doctor de la Ley le pregunta al Señor a modo de justificación, y, ¿quién es mi prójimo?, Jesús le propone la parábola del “Buen Samaritano” (ver Lc 10, 25-37), y lo conduce a que reconozca y llame prójimo al samaritano, el cual estaba muy lejos de ser considerado “hijo de tu pueblo” por parte de un judío, porque los judíos no se trataban con los samaritanos. Recordemos el encuentro del Señor con la mujer samaritana. Cuando Jesús le pide de beber, ésta le responde sorprendida: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana? (Porque los judíos no se tratan con los samaritanos)” (Jn 4, 9). Jesús entonces nos enseña que todo ser humano es nuestro “prójimo”, y que por tanto debe ser objeto de nuestro amor. Por ello el Señor concluirá su enseñanza decretando: De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt 22, 40). Probablemente, la intención capciosa de los fariseos al hacerle la pregunta al Señor era que sólo mencionara el amor debido a Dios, y no el amor al prójimo, y por ahí atacarle.

Pero Jesús, no se deja sorprender, y hace de la pregunta una ocasión única para darle al amor al prójimo una dimensión insospechada para los judíos: La del amor universal, porque todo ser humano es nuestro prójimo y merece nuestro amor. 

Dos mandamientos inseparables

Indudablemente se trata de dos mandamientos, pero son inseparables. En el fondo podríamos decir que no son dos sino uno sólo, o afirmar que el amor a Dios y al prójimo son como las dos caras de una misma moneda. Por eso San Juan en su primera carta afirmará rotundamente: “Si alguno dice: Amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamiento: Quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4, 20-21). 

Al respecto el Papa Francisco nos dice: “Dios, que es Amor, nos ha creado por amor y para que podamos amar a los otros permaneciendo unidos a Él. Sería ilusorio pretender amar al prójimo sin amar a Dios y sería también ilusorio pretender amar a Dios sin amar al prójimo. Las dos dimensiones, por Dios y por el prójimo, en su unidad caracterizan al discípulo de Cristo”.[1]

Ahora bien, el mandamiento del amor al prójimo, sólo lo puede poner en práctica plenamente quien vive una relación profunda con Dios, de manera semejante al hijo que se hace capaz de amar, a partir de una buena relación de amor con su padre y con su madre. El Amor a Dios, es la fuente de donde mana el amor al prójimo.

Sólo cuando el amor a Dios ha echado raíces profundas en nuestro corazón, es cuando nos volvemos capaces de amar al prójimo, incluso a aquel que nos resulta más difícil de amar, como por ejemplo el que nos mortifica o el enemigo. De Dios aprendemos a querer siempre el bien, jamás el mal. Del Señor, aprendemos a mirar a los demás con su mirada amorosa, así como lo hacía Jesús (ver Mc 10, 21).

Si se quita a Dios, cae todo respeto a la dignidad de la persona humana

Por otro lado, el amor a Dios va primero, porque es el fundamento del amor al prójimo. Es lo que afirma muy claramente el Concilio Vaticano II cuando nos enseña: “La criatura sin el Creador se desvanece”.[2] 

Y de esto tenemos en nuestro tiempo muchos ejemplos. El olvido y rechazo de Dios, abre el camino a las injusticias y violaciones más terribles contra la dignidad de la persona humana, como son entre otras, el aborto, la eutanasia, el terrorismo, los asesinatos, la trata de personas, la violencia en el hogar, los abusos contra la mujer y los niños, la corrupción, las injusticias, las ideologías que deforman y tuercen la verdad antropológica de la persona humana, etc. En cambio, cuando se afirma a Dios, brota la fraternidad, la solidaridad, la justicia y el amor fraterno, porque todos nos reconocemos sus hijos, y por tanto hermanos entre sí. Cuando se afirma a Dios-Amor, surge el perdón, la misericordia, la reconciliación, y la paz.   

El Amor es un mandamiento y un don

Ante todo lo dicho surge esta inquietud: ¿El amor es un mandamiento? Ciertamente lo es, lo afirma el mismo Jesús en el Evangelio: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” (Jn 13, 34). 

Pero además de ser un mandamiento, el Amor es un don, es decir, una realidad que Dios nos da a conocer, y nos permite vivir y experimentar. Un don, que Él derrama en nuestros corazones por medio de su Espíritu (ver Rom 5, 5), de manera que, como una semilla, pueda germinar y desarrollarse también dentro de nosotros, y desde ahí, desbordarse en la vida de los demás, porque “si no ardemos de amor, muchos morirán de frío”, como acertadamente afirmaba el escritor católico francés, François Mauriac (1885-1970), quien fuera miembro de la Academia Francesa, y Premio Nobel de Literatura en 1952.

El Amor es la vida íntima de Dios, Uno y Trino, porque Dios es Amor (ver 1 Jn 4, 8). Y Él, derrama su misma vida divina en nuestros corazones para que, amando como Él ama, no sólo hagamos felices a los demás, y forjemos un mundo nuevo, sino que podamos realizarnos plenamente como personas. Sólo amando es como el hombre se encuentra a sí mismo, se despliega, y se realiza en plenitud.

La verdad que define a la persona humana es esta: Hemos sido creados y reconciliados por el Amor y para el Amor. Fuera del Amor el ser humano nunca podrá reconocerse, ser feliz, y salvarse.

Sólo Jesús, el Amor encarnado, revela el Amor verdadero

Finalmente, alguno se preguntará: En estos tiempos de tanta confusión, y de relativismo imperante, en que incluso a lo impuro se llama amor, ¿quién nos revela y nos muestra el amor verdadero, auténtico, y genuino, el amor que ennoblece y hace digna la vida humana? ¿Quién nos enseña a amar auténticamente?

La respuesta es clara y definitiva para un cristiano: ¡El Señor Jesús! Él, es el amor encarnado, crucificado, y resucitado. Cristo, con el testimonio de su propia vida, expresa de manera perfecta el amor a Dios, su Padre, y el amor al prójimo, y para que no quedara duda de ello, nos dejó su Cruz, formada por dos maderos: El vertical y el horizontal. El vertical expresa su amor obediente a su Padre hasta el fin: “Todo está cumplido” (Jn 19, 30). Y el horizontal, su amor de Amigo fiel por nosotros: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Y ésta es la realidad que contemplamos cautivados cada año en la hermosa devoción al “Señor de los Milagros”, quien no sólo nos revela el Amor, sino que además nos enseña a amar de verdad.

Sería bueno que el día de hoy, cada uno de nosotros se examine sobre su vida de amor en la familia, con los amigos, en el trabajo, con los vecinos, así como sobre nuestra vida de amor a los más pobres y necesitados, el amor al desconocido, al extranjero, al que no profesa nuestra propia fe, incluso al enemigo. Dios, es Amor absoluto, y en tanto participamos de ese Amor estamos llamados a compartirlo con todos. No hay “otros” ni “ellos”, sólo hay “nosotros”.

Un ser humano sólo puede desarrollarse y encontrar su plenitud en la entrega sincera de sí mismo a los demás.[3] Por tanto, no podrá reconocer a fondo su propia verdad, si no es en el encuentro con los demás. Nadie puede experimentar el valor de vivir sin rostros concretos a quienes amar.[4]

Que, por la intercesión de Santa María, Madre del Amor Hermoso, cada uno de nosotros muestre su fe en el único Dios vivo y verdadero, y en su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo, con un testimonio límpido y convincente de amor al prójimo. Que así sea. Amén.

San Miguel de Piura, 29 de Octubre de 2023 XXX Domingo del Tiempo Ordinario

[1] S.S. Francisco, Angelus, 04-XI-2018.

[2] Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 36.

[3] Ver Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 24.

[4] Ver S.S. Francisco, Carta Encíclica Fratelli tutti, n. 87.

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