Homilías Dominicales

HOMILÍA DEL ARZOBISPO METROPOLITANO EN EL DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO 2023

“Saber perdonar las ofensas”
Domingo XXIV del Tiempo Ordinario

El perdón de las ofensas es una enseñanza medular de nuestra fe cristiana. Así lo rezamos en el Padrenuestro que Jesús nos enseñó como modelo de toda oración: “Perdónanos nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6, 12). A su vez, San Pablo nos exhorta: “Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros” (Col 3, 13). Pero, para poder comprender el Evangelio de este Domingo (ver Mt 18, 21-35), es necesario entender primero la gravedad y las terribles consecuencias del pecado.  

El terrible mal del pecado

Como decíamos el Domingo pasado, uno de los grandes males de nuestro tiempo es haber perdido el sentido del pecado. San Agustín lo define como, “amor de sí hasta el desprecio de Dios”.[1] A su vez el Catecismo de la Iglesia Católica, lo precisa como, “una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana”.[2] 

Por el pecado, se atenta gravemente contra el Plan de Dios, ese plan de vida y felicidad que nuestro Padre celestial dispuso para el ser humano, con suma sabiduría y amor.

El pecado busca hundirnos en la muerte espiritual y en la infelicidad, y es en el fondo un acto suicida, porque a través de él, el ser humano rechaza a Dios-Amor, su principio y fundamento, su origen y su fin. Y sin Dios, el ser humano se desvanece, no se comprende a sí mismo, se hunde en la mentira existencial creyéndose aquello que no es, desatándose en su interior una serie de conflictos y contradicciones, que después proyecta negativamente a los demás, a su vida social, e incluso a la creación. 

Alejado de Dios y de sí mismo, el pecado provoca, además, de manera inevitable, una ruptura del hombre en sus relaciones con sus hermanos y con el mundo creado. No por algo, después del pecado original, el siguiente pecado que narra el libro del Génesis es el fratricidio: Caín, que mata por envidia a su hermano Abel (ver Gen 4, 8).

Además, todo pecado, por más personal e íntimo que parezca, siempre tiene consecuencias sociales e incrementa en el mundo las fuerzas de la muerte y de la destrucción, lo que denominamos el “mysterium iniquitatis”, el cual no puede comprenderse sin referencia al misterio de la redención, al “mysterium paschale” de Jesucristo.

La maldad y el daño que produce el pecado es de tal magnitud que, para salvarnos de él, y alcanzarnos el don maravilloso de la reconciliación con Dios, con nosotros mismos, con nuestros hermanos humanos, y con la creación, el Hijo de Dios tuvo que encarnarse, morir en la cruz, y resucitar glorioso.

En efecto, cuando a San José le fue anunciado el nacimiento de Cristo, el Ángel le dijo: “Le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Asimismo, cuando se acercaba la hora de su pasión, el Señor Jesús, en la última Cena, al instituir el Sacramento de la Eucaristía, fue claro en señalar que su muerte en la cruz nos alcanzaría el perdón de nuestros pecados. Efectivamente, en el rito de la consagración del Cáliz, el Señor usó las siguientes solemnes palabras: “Porque ésta es mi Sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26, 28).

Llamados a vivir el perdón fraterno    

Ahora bien, aquel que comprenda la inmensidad del perdón y de la misericordia que Dios ha empleado con nosotros, puede comprender entonces la necesidad de vivir el perdón fraterno, y lo absurdo que resulta que guardemos rencor al hermano que nos ha ofendido, así como tener odios, deseos de venganza, y cuentas por cobrar a nuestros semejantes. Así lo hemos escuchado en la primera lectura de hoy tomada del libro del Eclesiástico: “Rencor e ira son también abominables, esa es la propiedad del pecador. El que se venga, sufrirá venganza del Señor, que cuenta exacta llevará de sus pecados. Perdona a tu prójimo el agravio, y, en cuanto lo pidas, te serán perdonados tus pecados. Hombre que a hombre guarda ira, ¿cómo del Señor espera curación?” (Eclo 27, 30-28,1-3). Con todo, en nuestro relato evangélico, Pedro quiere estar seguro de hasta qué punto o medida debe perdonar al prójimo las ofensas, y por eso le pregunta a Jesús: “Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? (Mt 18, 21).

No hay que olvidar que, para los judíos, el número siete significaba “perfección”, “plenitud”. Pero la respuesta del Señor Jesús va mucho más allá para indicarnos que no debemos cansarnos nunca de perdonar: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 22). Con ello, el Señor le decía a Pedro, y a través de él a sus discípulos de todos los tiempos, que debemos estar dispuestos a perdonar siempre y sin limitaciones. Y para que no tuviéramos la más mínima duda de ello, Jesús añadió a su enseñanza una parábola, que como todas las del Señor, es brillante en su argumento, desarrollo y conclusión.  

“Ten paciencia conmigo”

En la parábola, cada uno de nosotros está representado por ese siervo que le debía a su rey y señor, nada menos que diez mil talentos. Para los oyentes de Jesús, que en aquellos tiempos usaban esa moneda, la cantidad a la que alude el Señor es enorme, es descomunal. Un talento equivalía a 6,000 denarios, por tanto, diez mil talentos equivalían a 60 millones de denarios. No olvidemos que la paga diaria de un obrero o soldado en los tiempos de Jesús era la de un denario. Por tanto, cuando el siervo ruega: “Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré” (Mt 18, 26), todos entienden que son palabras que tan sólo expresan buenos deseos, y que en el fondo el siervo está implorando misericordia, ya que le es imposible pagar todo lo que debe. Su pedido de perdón y misericordia es escuchado porque, “movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda” (Mt 18, 27).

Pero la parábola no acaba aquí. El recién perdonado de esa inmensa e impagable deuda, se encuentra con una persona que le debía apenas 100 denarios. Recordemos que a él le han sido perdonados 60 millones de denarios, y sin misericordia alguna, agarrándolo del cuello le exige que le pague lo que le debe. En efecto, “al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: Paga lo que debes” (Mt 18, 28).

El deudor le ruega con las mismas palabras: “Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré” (Mt 18, 29). Los oyentes de Jesús saben perfectamente que en este caso sí era posible pagar esta pequeña deuda. Era cosa de tener un poco de paciencia, de esperar un poco, pero el siervo a quien le fue perdonada la deuda millonaria fue implacable, no tuvo misericordia, y no paró hasta meter a su compañero en la cárcel. El rey, informado de lo que había acontecido, manda llamar a su siervo y le dice: “Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti? Y encolerizado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía”. (Mt 18, 32-34).

Queridos hermanos: A cada uno de nosotros, el Padre nos ha perdonado, en la cruz de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, la impagable deuda de nuestros pecados que nos hacía reos de muerte eterna; una deuda que ha sido saldada al precio de la Preciosísima Sangre de Cristo.  

Por eso perdonar a nuestros hermanos las ofensas que nos hacen, no es más que un actuar en consecuencia con la experiencia personal del perdón divino en nuestras vidas.

Al respecto nos dice nuestro querido Papa Francisco: “Desde nuestro bautismo Dios nos ha perdonado, perdonándonos una deuda insoluta: el pecado original. Pero, aquella es la primera vez. Después, con una misericordia sin límites, Él nos perdona todos los pecados en cuanto mostramos incluso solo una pequeña señal de arrepentimiento. Dios es así: misericordioso. Cuando estamos tentados de cerrar nuestro corazón a quien nos ha ofendido y nos pide perdón, recordemos las palabras del Padre celestial al siervo despiadado: «siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No deberías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?» (Mt 18, 32-33). Cualquiera que haya experimentado la alegría, la paz y la libertad interior que viene al ser perdonado puede abrirse a la posibilidad de perdonar a su vez”.[3] Y añade el Santo Padre: hoy, se hace “necesario aplicar el amor misericordioso en todas las relaciones humanas: entre los esposos, entre padres e hijos, dentro de nuestras comunidades, en la Iglesia y también en la sociedad y la política”.[4]

Que Santa María, Madre de misericordia, nos ayude a ser cada vez más conscientes de la gratuidad de la grandeza del perdón recibido de Dios, para que así seamos misericordiosos como el Padre, y como su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, la misericordia encarnada.

San Miguel de Piura, 17 de septiembre de 2023
XXIV Domingo del Tiempo Ordinario

[1] San Agustín, De civitate Dei, 14, 28.

[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1849.

[3] S.S. Francisco, Angelus, 17-IX-2017.

[4] S.S. Francisco, Angelus, 13-IX-2020.

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